El embajador del Imperio Otomano que llegó en 1649 a la Corte de Felipe IV, el bajá de El Cairo, Hamete Aga Mustafarac, fue un quebradero de cabeza para el ‘Rey Planeta’. Y no por la rivalidad con la Sublime Puerta, sino por la afición del diplomático y de su séquito a frecuentar prostitutas y mancebías en Madrid. Ese “pecado, más contra la fe que contra la honestidad” como se describió en la época, hizo que el rey católico, que de promiscuidad también sabía lo suyo, dictase instrucciones precisas para castigar severamente a aquellas meretrices que tuvieran contacto con la legación turca o con otros emisarios ‘infieles’.