Pedro González
Periodista
Detener y encarcelar a más de 75.000 personas equivale en un país como El Salvador, parecido en extensión a la provincia de Sevilla, a meter entre rejas a uno de cada 700 habitantes de su población. Pasar en un lapso de tiempo de cinco años, los del primer mandato del presidente Nayib Bukele, de ser el país con mayor número de homicidios del continente americano a ser el país más seguro del mismo es el resultado de su política de mano dura, de palo y tente tieso.
Para conseguirlo, el joven presidente, 42 años, ha seguido la máxima de “a grandes males, grandes remedios”, lo que traducido a la práctica significa la desaparición de gran parte de las garantías de que gozan todos los ciudadanos en un régimen democrático.
Ausencia de respeto a los derechos humanos en nombre de la seguridad
Esta falta de respeto a los derechos humanos iba implícita en todas las medidas anunciadas sucesivamente por el presidente a los salvadoreños, hastiados estos tanto de la corrupción de los partidos como de una delincuencia que había llegado a ser insoportable. Bukele prometió acabar con las dos lacras, dejando también claro que no tendría remilgos a la hora de sopesar y ponderar libertad y seguridad.
Su cuenta de resultados en este aspecto es tan excelente que los 5,5 millones de votantes le han dado un respaldo casi unánime, tanto que apenas dos escaños sobre 60 del Parlamento se le han resistido, componiendo un hemiciclo legislativo digno de las dictaduras más veteranas.
Poder absoluto
Nuevas Ideas, su partido, ha convertido a El Salvador en un país casi de partido único, donde el presidente ha devenido en acaparador de un poder absoluto. Bukele, a través de las entrevistas preelectorales y de las primeras proclamas para anunciar su aplastante victoria, ha venido a reconocer que para él está ya superada la democracia que ha conocido hasta ahora el país desde que concluyera la sangrienta guerra civil. Que proseguirá con su política de resultados “porque es lo que el pueblo quiere”, y se apoya en un apabullante respaldo, cercano al 90% de los votos. E incluso, a los que quieren observar propensión y similitudes con una posible deriva parecida a la del chavismo-madurismo venezolano, Bukele se ha apresurado a esbozar un programa, según el cual la principal prioridad, una vez conseguida la seguridad de los ciudadanos, será la de impulsar su prosperidad, al no estar ésta lastrada por el hostigamiento y la extorsión permanente de las maras y el crimen organizado.
La popularidad de Bukele ha traspasado no sólo las fronteras del país centroamericano al que rige, sino que se mira con atención en toda América Latina y ahora también en Europa y Asia. Su homólogo ecuatoriano, Daniel Noboa, no tiene empacho alguno en reconocer que va a imitar el modelo de Bukele, aduciendo además que, al igual que en El Salvador, el pueblo ecuatoriano está harto de la espiral de violencia e inseguridad que ha multiplicado los atracos, secuestros y asesinatos, y consecuentemente una emigración masiva.
Es, pues, un modelo de democracia resultadista, a la que Daniel Innenarity define como la “legitimidad del resultado”. Bukele, por cuyas venas corre sangre palestina, ya que sus ancestros emigraron con el estallido de la I Guerra Mundial, ha retorcido la interpretación de la Constitución, en la que varios artículos prohíben expresamente la reelección. Pero, no hay nada que unos magistrados afines no puedan reinterpretar a su gusto, y ahora Bukele sabe que no habrá una sola voz en la denominada comunidad internacional que se atreva a cuestionar la legitimidad de su poder.
El pueblo salvadoreño está conforme con la pérdida de libertades ciudadanas a cambio de su seguridad. Ahora, por ejemplo, la policía puede detener a cualquier ciudadano por una simple sospecha. Es evidentemente el principal peligro que acecha. La historia está llena de ejemplos que demuestran la máxima de que el poder corrompe, y el mucho poder corrompe mucho. La tentación totalitaria estará latente en un presidente que ha mandado al desván a los dos grandes partidos que hasta ahora se habían repartido escaños y prebendas: el derechista Arena y el izquierdista FMLN, antaño protagonistas de la guerra (in)civil que ensangrentó el país. Bukele gozará de un nuevo mandato de cinco años, pero sería muy raro que no aspirara a eternizarse, autoconvencido de su gran misión.
De la misma manera que la dictadura castrista impregnó a todo el continente americano de su doctrina y convenció a los intelectuales europeos con sus ensueños, Bukele podría protagonizar un experimento político y social de signo distinto. Sin embargo, en ambos casos hay un denominador común: la pérdida de libertad, aunque en el de El Salvador sea de manera voluntaria y mayoritariamente aceptada por el pueblo. Nace, pues, un capítulo práctico más de un debate que lleva camino de prolongarse mucho tiempo, el de la conjugación de dos términos -libertad y seguridad- que, salvo en las democracias más consolidadas, siempre termina cayendo del mismo lado.
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