Carlos Mora
Periodista ecuatoriano / Secretario general de EditoRed
En Ecuador todos lo admiten. Las cárceles no las controla el Estado, las controlan las mafias de delincuencia organizada que han hecho de los centros penitenciarios su fortaleza, su escuela, su lugar de reclutamiento, su arsenal, su centro de operaciones.
Desde ahí, teléfono con Internet en mano, los capos dan instrucciones a sus lugartenientes que están afuera, a los abogados que dan coimas a jueces, a los policías que alertan de operativos y que cuidan sus bienes, a los políticos -a los que ellos han puesto en las papeletas de votación-, a los funcionarios que han cooptado con dinero o con amenazas.
También es ahí donde escenifican sus guerras a muerte por el control de los negocios ilícitos que operan. Las masacres carcelarias que se vienen dando desde finales de la década pasada, son productos en gran medida de esa lucha por quién es el más fuerte entre los grupos mafiosos, victorias siempre momentáneas en una guerra infinita.
Y esos grupos, antes silenciosos, antes moviéndose entre el anonimato y la anuencia del poder político, salen a mostrar ahora todo su poderío. No solo quieren someter al nuevo gobierno de Daniel Noboa, a quien amenazan igual que a sus dos predecesores. Ahora han coordinado ataques en zonas públicas, que se vienen dando desde la noche del 8 de enero.
Han asegurado que atentarán contra todo aquel que se encuentre en las calles a partir de las 23:00 (hora en que se inicia el toque de queda decretado por el Gobierno). Es el terrorismo operando a nivel nacional. Es la guerra de terror a través de la que quieren que Ecuador entero sea una cárcel que ellos controlen.
Mientras trato de seguir esta línea de discurso intentando explicar a quien no vive aquí lo que ocurre en Ecuador, me impaciento. Mi esposa corrió a ver a mi hija mayor a la universidad donde ella estudia para traerla a casa. Que volviera en bus, como suele hacerlo, parece hoy una muy mala idea.
Quién sabe si los delincuentes han puesto algún explosivo en las estaciones de autobuses. Ya lo hicieron en un puente peatonal de Quito, ya quemaron vehículos en ocho provincias la noche anterior, ya incendiaron un tráiler que transportaba autos nuevos. Ya secuestraron policías. Esta tarde ya se tomaron un medio de comunicación y obligaron a transmitir en vivo el asalto…. Que no, que no se venga en bus. Hay que irla a ver.
Mi esposa, que ha concluido a toda velocidad su trabajo, dice yo voy. Toma el auto y sale, seguramente con la radio encendida siguiendo cada detalle del asalto al canal.
Intento retomar el análisis. La tarde de este martes, 9 de enero de 2024, el presidente Daniel Noboa acaba de declarar a veinte grupos delincuenciales como terroristas. ¡Veinte! Y, dicen las autoridades que pueden sumar a otras. ¿Cómo llegamos a eso? No es fácil de resumir, pero se puede decir que la situación geográfica y social del país nos ha traído a este grave momento.
En el norte del Ecuador, por muchos años, las guerrillas colombianas tejieron una red de apoyos para sus actividades, como el narcotráfico, que desarrollaban en conjunto con cárteles internacionales de la droga.
Esa mercadería ilícita, cada vez más numerosa y más valiosa, se producía en Colombia y salía por los puertos ecuatorianos hacia EE.UU. y Centroamérica al inicio, y luego también hacia Europa. Necesitaban, por tanto, ayuda de grupos locales. Los cárteles los usaban para transportar droga, para almacenarla, para dar seguridad a sus embarques.
Al amparo de esos cárteles surgieron y/o crecieron grupos delictivos como Los Choneros, Los Lobos, Los Tiguerones, Los Chone Killers…
Muchos de ellos eran esciciones de grupos primarios. Otros surgieron de pandillas juveniles. Y están conformados, en buena medida, por jóvenes nacidos y crecidos en ciudades y provincias históricamente desatendidas por el Estado, miembros de familias disfuncionales, rotas por la migración por falta de empleo, la pobreza o los vicios. Jóvenes que hallaron en esos grupos un destino, uno fatal.
No puedo seguir. Al pensar en estos jóvenes pienso en mi otra hija, la menor. A ella pude irla a ver más temprano a la salida del colegio, que queda cerca. Hoy, más que nunca había que irla a traer. Por miedo. Y eso que hasta ese momento no ocurría el asalto al canal de TV. De eso nos enteramos mientras almorzábamos juntos. Ella está aquí, haciendo sus tareas. Quisiera aislarla, que no se entere de lo que pasa para que no se preocupe tanto. Pero no puedo apagar la tele, pues la crisis de la toma del canal implica una transmisión ininterrumpida, que deja oír de fondo sonidos de sirenas, helicópteros, detonaciones y gritos.
Y aunque pudiera bajar el volumen, ella tiene un teléfono móvil. De pronto, se levanta de su silla, viene a mi escritorio y me muestra una foto que un compañero envió al chat del curso. Allí se ve a tres hombres armados que apuntan a civiles, tirados boca abajo en el piso de una estación del recientemente inaugurado Metro de Quito. Miro la foto, busco señales de fotomontaje, de que es un caso en otro país. Nada. Es foto real. Es aquí, en una estación del sur de Quito. Déjame averiguar, le digo, con la mayor calma posible. Busco y encuentro que la imagen es real, pero de un simulacro hecho en días pasados. Le cuento a mi hija y le pido que les avise a sus compañeros. Le sonrío mientras pienso “malditas fake news”.
Vuelvo a concentrarme. O lo intento. Esos grupos delictivos luchan hasta ahora por ser los amos y señores de un territorio que nadie más pueda tocar. Los más grandes procuran controlarlo todo. Los asesinatos que se desataron en Ecuador, en las calles y en las cárceles, desde finales de la década pasada, obedecen en buena medida a esas disputas.
Pero, las bandas entendieron desde hace mucho que, para ganar, para seguir operando y creciendo, no solo deben vencer a sus rivales en las calles: deben también evitar los operativos en su contra, extenderse a otras líneas de acción (como la minería ilegal, la extorsión, el secuestro, la trata de personas) y garantizarse la impunidad si los atrapan. Entendieron entonces que debían adueñarse de las instituciones de control.
Todavía no están juntas. Mi esposa dice que aún no llega al punto de encuentro con mi hija mayor. Hay un caos vehicular en la ciudad. No fuimos los únicos que creímos que hoy había que volver a casa lo más pronto posible. Todo ha cambiado en este infausto día. Son las 16:00 y los locales comerciales han cerrado. Por fortuna, la crisis del canal de TV, que a todos nos tenía en vilo, ha terminado. La Policía controló la situación y hay 13 detenidos.
Por la tele escucho que el Gobierno suspende las clases presenciales. Mi hija menor oye esa noticia y me muestra un pulgar para arriba. Qué alivio, me digo, pero también, qué triste.
Me obligo a retomar el texto. El llamado caso Metástasis ha revelado el alcance de la infiltración del crimen organizado en las instituciones estatales. Se trata de una investigación de la Fiscalía General del Estado que ha revelado las conexiones de un capo de la droga con jueces, abogados, empresarios, políticos y hasta turbias relaciones con periodistas.
Se trata de Leandro Norero, asesinado en la cárcel en octubre del 2022. Cuando ocurrió su muerte, la Fiscalía se incautó del teléfono móvil que usaba de manera ilegal en su celda. Los chats que contenía el dispositivo, que dieron para 14 mil páginas de conversaciones, provocaron el procesamiento de una treintena de jueces nacionales, jueces provinciales, fiscales, policías y empresarios que facilitaban los negocios y procuraban la impunidad de Norero y los suyos, a través del control del aparato judicial y de la influencia en el campo político.
Esos nexos fueron denunciados en su momento por Fernando Villavicencio, el candidato presidencial que fue asesinado en plena campaña electoral en agosto de 2023, en Quito.
El caso apenas empieza y los alcances, sobre todo a nivel político, están por verse.
“Ya llegué donde debíamos encontrarnos. Ya estamos volviendo a casa”, me escribe mi esposa. Respiro. La llamo y me dice que están bien, pero que no sabe decir a qué hora llegarán. La ciudad sigue caotizada. Intentarán ir por atajos para volver lo más pronto posible. Pero están bien. Están juntas. No dejo de pensar que debí haber ido yo.
La angustia ha bajado. Vuelvo a la pantalla. El caso Metástasis amenaza a descubrir conexiones de gran nivel. La Fiscalía presentó el caso los días en que en la Asamblea Nacional el partido Revolución Ciudadana, del expresidente Rafael Correa, impulsaba un juicio político contra la Fiscal General. Un proceso que sigue en pie, aunque quizá con menos opciones de prosperar ahora que la titular del Ministerio Público, Diana Salazar, ha recibido apoyo generalizado de las autoridades del Ejecutivo y el Legislativo, así como de gremios de juristas y sectores académicos. No son pocas las personas que en medios de comunicación y en redes sociales piden proteger a la Fiscal.
Fue ella, en una de las audiencias públicas de la semana pasada en la Corte Nacional, que contó que sabía de un plan para matarla y que era Fabricio Colón Pico, uno de los cabecillas de Los Lobos, quien estaba tras ese plan.
El Gobierno reaccionó y detuvo a Colón Pico, en Quito, el viernes pasado. La acción policial fue felicitada por el presidente Noboa, quien en una entrevista el fin de semana dijo que el Gobierno tenía planes para Adolfo Macías, alias Fito, cabecilla de la banda de Los Choneros, y quien guardaba prisión en una cárcel de Guayaquil. Noboa no dijo de qué se trataban esos planes. Pero, al parecer, Fito sí los conocía.
El domingo, cuando los policías fueron hasta su celda con la finalidad de llevarlo a una cárcel de máxima seguridad, Fito no estaba. Se había fugado.
Fue entonces que el presidente Noboa decretó un estado de excepción, con toque de queda incluido, de 23:00 a 05:00, por dos meses.
Seguro llegan antes del toque de queda. Imposible que tarden tanto. No. Llegarán mucho antes. Seguro. Ya deben estar cerca.
Vuelvo. La reacción al decreto fue una ola de atentados terroristas que incluyeron ataques con explosivos, carros incendiados, secuestro de policías y de agentes penitenciarios en al menos ocho provincias del Ecuador. Todo, desde la noche del lunes y durante la madrugada y la tarde del martes.
Los delincuentes grabaron algunos de los ataques y hasta dijeron que matarían a todo aquel que estuviera en las calles en los horarios del toque de queda.
El acto más difundido fue la toma del canal TC Televisión, en Guayaquil. Los asaltantes querían salir en vivo y lo lograron por momentos. Antes de que la señal fuera cortada, se les oyó decir: “Estamos al aire para que sepan que no se juega con la mafia”. Se oyeron disparos y gritos de los trabajadores del medio de comunicación, a quienes los obligaron a tenderse en el piso.
Otro canal, Teleamazonas, se mantiene transmitiendo el desarrollo de la crisis y entrevista al general Wagner Bravo, ex Secretario de Seguridad. Él hace hincapié en que estos ataques no son para defender un negocio. No están evitando un control en una carretera, no están impidiendo el cierre de una mina ilegal, no procuran proteger un embarque de droga. “Este es un ataque al Estado”, dice Bravo.
El teléfono vibra. Acaso por alguna interrupción momentánea en el servicio telefónico, me llegan muchos mensajes de golpe. Ninguno es de mi esposa. La gran mayoría es de colegas de fuera del país. Piden un dato, una declaración, un texto, un contacto, una explicación, una confirmación. Están interesados en contar lo que pasa en Ecuador. Qué agradecido estoy. Pero no solo eso. Cada uno me dice que está conmigo, con mi familia, con mis compatriotas. Que se unen a nuestras preocupaciones, que son suyas. Nos desean mejores días. Me dicen que me cuide. Me dicen que me quieren. Y eso hace que no me sienta solo y sin salidas.
Es un ataque contra el Estado, dice Bravo. Y el Estado debe responder con toda la fuerza y dentro de la Ley. Sí, claro, tiene que ser así, pero ya lo ha intentado antes y las mafias no han perdido su poder.
Yo creo que en las condiciones en las que está, es difícil que el Estado pueda enfrentar esta grave situación en soledad, porque la debilidad institucional es uno de los problemas más graves del país, por la corrupción y la misma infiltración de los narcos.
La comunidad internacional debe apoyar a la sociedad ecuatoriana, a sus autoridades, a sus entes de control, a los que luchan contra estas mafias, que tienen conexiones internacionales, que con sus actividades ilícitas afectan no solamente a la ciudadanía ecuatoriana.
Se requiere un acompañamiento fuerte, decidido de la ONU, de la OEA, de la Unión Europea, de la CAN, de los gobiernos de la región, de los gobiernos de otros continentes. Es importante un respaldo contundente, sin vacilaciones, para que la sociedad ecuatoriana y sus autoridades legítimas no sientan que luchan solas y en desventaja contra un monstruo de mil cabezas y recursos infinitos.
Es importante un apoyo generalizado para que los delincuentes sepan también que sus acciones pueden ser perseguidas allá donde lleguen a tener incidencia. Que las mafias asuman que la debilitada institucionalidad del Ecuador puede compensarse con una fuerte institucionalidad de naciones e instituciones amigas, solidarias y empáticas.
El perro sale a la ventana, ladra, olfatea con rapidez. Él es capaz de escuchar el vehículo desde muy lejos. Eso me dice que están por llegar. Y así es. Luego de tres horas, que a mí me han parecido cien, mi esposa ha llegado con mi hija a casa. Están sanas y salvas. Abrazo a mi hija, ella aún con su mochila a cuestas. Estoy bien, me dice, y sonríe. Mi esposa tarda un poco en entrar. Está escribiendo a su hermana que vive en Guayaquil. Entra tranquila, sonriente. Nos abrazamos. Ya estamos todos en casa, juntos, en esta jornada infernal.
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