Eduardo González
En 1668, la Corte del desafortunado Carlos II recibió en Madrid a Piotr Ivánovich Potemkin, quien tuvo así el honor de encabezar la primera embajada oficial rusa a España de la historia.
Piotr Ivánovich Potemkin, boyardo, militar, mayordomo del Zar y gobernador de la región de Belev (y a quien no debemos confundir con Gregorio Potemkin, el favorito de Catalina la Grande que dio nombre al celebérrimo acorazado de la Revolución), fue enviado a España por el Zar Alexis I para conseguir el apoyo de la Monarquía Hispánica a las negociaciones de paz de Rusia con Polonia y a sus enfrentamientos con el Imperio Otomano, cuyas tropas amenazaban las fronteras rusas desde Constantinopla.
La misión se enmarcaba en la nueva estrategia del Zar Alexis de acercarse diplomáticamente a las grandes Cortes occidentales, adelantándose al reformismo de su sucesor Pedro I, y de ampliar la expansión comercial de Rusia por Asia y Europa. El resultado fue el envío de numerosas embajadas a Venecia, Francia, Vaticano, Austria, Inglaterra y, por supuesto, la España de los Habsburgo.
En este contexto, era tal el interés de Alexis I por llevar a buen puerto este viaje que, en la orden de partida (de junio de 1667) figuraban todo tipo de recomendaciones sobre cómo debía actuar la delegación turca en la Corte madrileña, incluida la necesidad de “aprender de memoria el título completo del Rey de España” y de “dar a conocer en España el titulo completo del Zar”. Aparte, el embajador debía aprenderse de memoria “las relaciones de España con la Santa Sede, Imperio Romano, Turquía, Inglaterra, Dinamarca, Venecia, Suecia y Holanda”.
Tras embarcar en un mercante italiano que comerciaba con caviar armenio, la delegación llegó en diciembre de 1667 a Puerto de Santa María, en Cádiz, donde fue saludada con salvas de cañón por los barcos españoles y se alojó en la casa de un mercader holandés. A la salida hacia Madrid se produjo un primer incidente, cuando la comitiva rusa se negó a pagar el alojamiento porque sus normas de protocolo exigían que los representantes del Zar fueran agasajados sin coste alguno por el país de acogida. Las autoridades españolas no tenían instrucciones reales al respecto, y los rusos optaron finalmente por pagar para evitar mayores problemas.
«Ningún un borracho en la calle»
En los días siguientes, los rusos recorrieron Andalucía y Castilla la Nueva con destino a la Corte. En el camino, se admiraron de las bellezas de Sevilla, se sorprendieron de las costumbres frugales de los españoles (“nadie de nuestra embajada durante los seis meses nunca vio a un borracho caído en plena calle o paseando con gritos borrachos») y, tras recorrer, entre otras localidades, Córdoba, Andújar, Linares y Toledo («una ciudad muy grande, famosa y poblada»), a finales de febrero de 1668 llegaron a Madrid, donde habrían de permanecer casi tres meses y medio.
En la capital fueron recibidos por el conductor de embajadores, Manuel Francisco de Lira Castillo, y se vieron rodeados por una muchedumbre de madrileños admirados por el aspecto tan exótico de la misión del Zar. Los rusos se sorprendieron también en Madrid por la ausencia de una guardia de honor, pero fueron tranquilizados por De Lira, quien les explicó que esa costumbre «nunca se practicaba en el reyno«. Durante sus primeros encuentros con el conductor de embajadores, los rusos se interesaron especialmente por el pasado árabe de España y, sobre todo, si éste podía afectar a sus pretensiones respecto a Turquía, pero también se quedaron muy tranquilos en este aspecto.
Las jornadas siguientes tuvieron de todo, como la visita y admiración al monasterio Scurial (El Escorial) o el robo de una piedra preciosa y de otras joyas pertenecientes a Potemkin por parte de un ladrón de Madrid, que fue condenado a morir en el garrote y perdonado y enviado “sólo” a galeras a petición del propio embajador ruso.
El 7 de marzo tuvo lugar la audiencia real. Curiosamente, los embajadores no supieron hasta después de entrar en España que Felipe IV había fallecido (en septiembre de 1665) y que el poder recaía en un menor de edad, Carlos II, y en su madre, la Regente Mariana de Austria. De hecho, las cartas firmadas por el Zar que portaba la comitiva iban dirigidas al monarca difunto, un desliz que, al parecer, no molestó a sus interlocutores españoles, conscientes de la “ingente distancia” entre los dos países. Durante la recepción, el Rey niño se olvidó de descubrirse ante los embajadores, que admitieron como atenuante la poca edad de Carlos II.
Durante esta audiencia y en posteriores encuentros, el embajador ruso entregó a la Reina madre la carta personal del Zar, en la que informaba del armisticio entre Rusia y Polonia, instaba a los países cristianos a unirse para luchar contra Turquía y defendía la mejora de las relaciones comerciales bilaterales. El 16 de marzo, Potemkin recibió la respuesta afirmativa de la Regente y el Consejo Real en favor de las pretensiones rusas y, en abril, el embajador consiguió el consentimiento de la Corte española al deseo de los mercaderes rusos de comerciar en España.
El 18 de mayo, la Reina entregó en mano la carta con sus respuestas al Zar (en la que estaba incorrectamente escrito el título del emperador ruso, lo que derivó en un pequeño incidente diplomático que fue arreglado a la carrera) y, tras el intercambio de retratos reales y otros presentes, el 7 de junio partieron de Madrid con destino a su país.
El 25 de junio, en Irún, los rusos vivieron una última anécdota inesperada, cuando un oficial de la aduana, tomando a la comitiva por mercaderes, les exigió la entrega de dinero para dejarles pasar la frontera. “Perro ruin (…), somos enviados de nuestro gran príncipe, su majestad el zar, ante el gran soberano vuestro, su majestad el rey, para sus grandes asuntos estatales, la amistad y el amor fraterno”, le respondieron.
Potemkin aún habría de encabezar una segunda misión a España en el verano de 1681, durante el reinado del Zar Teodoro III. Fue durante esta segunda embajada cuando fue retratado en Madrid por el pintor de la Corte, José Carreño de Miranda. El retrato se expone en el Museo del Prado.