Carlos Pérez-Desoy
Diplomático
Cuando dejamos la Piazza de San Marco de Venecia a la espalda, andando hacia el nordeste, llegamos después de pocos minutos al campo santi Giovanni e Paolo, junto a la iglesia del mismo nombre. Delante encontramos el famoso monumento del condottiero Bartolomeo Colleoni. Había luchado para Venecia contra Milán; y a veces también para Milán contra Venecia. Pero su promiscuidad en materia de alianzas era notable, así que también batalló a favor de Francia y otros. Solo hay que mirar el rostro del augusto militar hecho por Verrochio, para darse cuenta de que no induce precisamente a la confianza.
Los condottieri encabezaban ejercidos privados que durante el Renacimiento se alquilaban al mejor postor para luchar por alguno de los numerosos estados en que se encontraba dividida Italia, que entonces era, como posteriormente la definió Napoleón, “una mera referencia geográfica”. En La cultura del Renacimiento en Italia, Jacob Burckhardt describe con precisión el mundo de estos condottieri, que asolaron la desafortunada península italiana con su barbarie y salvajismo.
No todo era violencia. Federico da Montefeltro, que llegó a ser duque de Urbino gracias a sus éxitos militares, era un hombre refinado. Su studiolo del palacio ducal de Gubbio – ahora en el Metropolitan Museum de Nueva York -, tenía capacidad para la entonces fabulosa cantidad de tres docenas de libros (hablamos de códices, dado que la imprenta de tipos móviles todavía no había llegado), en una de las bibliotecas privadas más importantes del momento. Pero su mirada feroz – se hizo retratar por Piero della Francesca, y podemos verlo en los Uffizi de Florencia – no es muy diferente a la de Colleoni.
El azote de los condottieri no era patrimonio exclusivo de Italia, ni se acabó con el Renacimiento. En el siglo XVII, Albrecht von Wallenstein – inmortalizado en un famoso grabado de Julius Schrader, donde se le ve sentado escuchando atentamente las palabras de su astrólogo -, jugó un papel relevante durante la Guerra de los Treinta Años, al frente de un ejército de lansquenetes de uniformes multicolores que, a pesar de su sanguinaria reputación, no pudieron impedir el asesinato de su jefe, instigado por el emperador Fernando II de Habsburgo, que desconfiaba, probablemente con razón, de la fidelidad mercenaria de Wallenstein.
La creación de los ejércitos nacionales puso fin a la era de los condottieri. Al menos en Europa. Pero no en otros lugares, como China, donde a comienzos del siglo XX, después de la caída del imperio milenario, pasaron por el ominoso momento de caos y desgobierno conocido como el periodo de los señores de la Guerra. La miseria y la violencia hacían que el valor de la vida fuera ínfimo, hasta el punto de que los campesinos se ofrecían para ser ejecutados en lugar de los nobles condenados a muerte, a cambio de que les pagaran el sepelio, esencial según los budistas para poder garantizar la reencarnación. La brutalidad de la época queda retratada en una memorable escena de la película The Bitter Tea Of General Yen de Frank Capra, donde el mencionado señor de la guerra, embiste con su coche al coolie del rickshaw de una filantrópica misionera norteamericana que, horrorizada, reprocha al general la muerte del inocente lacayo. “Señora, – dice impávido el condottiero chino – si su sirviente ha muerto, es un hombre afortunado. La vida, incluso en sus momentos más placenteros, es difícilmente soportable”.
Hace unos años supimos con estupor que los condottieri no eran, como pensábamos, cosa del pasado (de hecho ya habíamos visto a Blackwater operar en Irak), sino que, apadrinados por el Kremlin, operaban con impunidad en África – que ya había sufrido la desgracia de los mercenarios en el Congo, Biafra y otros lugares -, y que la oscura mano de grupo Wagner, estaba detrás de todo tipo de operaciones militares, e incluso golpes de estado.
Después de la invasión de Ucrania descubrimos que milicias privadas como el Grupo Wagner de Prigozhin y los sanguinarios chechenos de Kadirov eran imprescindibles para suplir las carencias operativas del supuestamente temible ejército ruso, que, de repente se reveló como una versión moderna de las mesnadas del mexicano Pancho Villa. Una mise en scène de mercenarios más medievales que renacentistas, al mando de condottieri del siglo XXI, con un atrezzo de misiles y armas nucleares, que evocaba los escenarios dibujados por Alex Raymond en los cómics de Flash Gordon.
¿Ignoraba Putin todo esto? No es necesario haber visto la película de Capra, ni leído a Burckhardt, por saber cómo las gastan los condottieri. Caracterizado desde hace años como un epígono contemporáneo de Maquiavelo, ahora descubrimos que Putin ni siquiera lo había leído, y que ignoraba su admonición, muy repetida estos últimos días, advirtiendo que “el príncipe cuyo gobierno repose sobre mercenarios no tendrá nunca seguridad ni tranquilidad, porque están desunidos, porque son ambiciosos, desleales, y jactanciosos entre amigos, pero cobardes ante el enemigo”. De hecho, bastaba con confrontar las miradas patibularias de Prigozhin y Kadirov con las del condottiero Colleone o el duque de Urbino, para percibir una común vis de brutalidad y vileza poco adecuadas para establecer con ellos una relación de confianza.
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