Pedro González
Periodista
Nicolás Maduro no se dejó ver finalmente en Brasilia en la ceremonia de investidura del presidente Lula da Silva. Declinó a última hora su presencia pese a que sus servicios habían propagado que estaría para sellar así la reapertura de relaciones entre Brasil y Venezuela, rotas durante la presidencia de Jair Bolsonaro. Pese a su ausencia física, Maduro fue el otro gran protagonista de la jornada. Acababa de erigirse en vencedor absoluto en el desigual combate que libra desde 2015 contra la oposición venezolana, cuyos líderes y dirigentes penan por subsistir en el exilio, al igual que los seis millones de ciudadanos que se han derramado por el mundo, principalmente en los países vecinos de América Latina.
Con el cabo del año, tres de los diez partidos que conforman la perseguida y en gran parte ilegalizada oposición, decidieron destituir a Juan Guaidó, que en enero de 2019 se había autoproclamado presidente encargado de Venezuela. Acción Democrática (AD), Un Nuevo Tiempo (UNT) y Primero Justicia (PJ) habían llegado a la conclusión de que Guaidó no sólo no había logrado la parte principal de su encargo, sacar del poder a Nicolás Maduro, sino que también había perdido el respaldo de los países que le apoyaron al principio en la tarea de descabalgar al chavismo.
En realidad, Guaidó se aupó casi exclusivamente sobre el reconocimiento del entonces presidente de Estados Unidos, Donald Trump, apoyo que obviamente movió a otras cuatro decenas de países, entre ellos los más importantes de la UE, a seguir la estela impuesta por el amigo norteamericano. Ese respaldo le permitió a Guaidó acceder a buena parte de los activos de Venezuela en el exterior, especialmente sobre los de Citgo, la filial de Petróleos de Venezuela (PDVSA) en Estados Unidos, y el control sobre los 2.000 millones de dólares en oro depositados en el Banco de Inglaterra a nombre del Banco Central de Venezuela.
Fortalecido por esos apoyos, Guaidó nombró 35 embajadores en otros tantos países, lo que conllevó el correspondiente conflicto, tanto con los Estados anfitriones, que hubieron de optar entre los embajadores nombrados por Maduro y los designados por el presidente interino, o adoptar soluciones de tolerancia diplomática. Ahora, esos 35 embajadores han cesado en sus funciones, y como única alternativa solo les queda buscarse la vida por el mundo, ya que si volvieran a Venezuela irían directos a prisión, acusados de toda la gama de delitos que conlleva la usurpación de un cargo público de representación exterior.
La implacable persecución al disidente
El régimen chavista reprimió con extraordinaria dureza todas las protestas ciudadanas que Guaidó y sus aliados en la oposición impulsaron para derrocar a Maduro. Millares de detenciones, seguidas de crueles torturas y no pocas ejecuciones extrajudiciales, terminaron por apagar la resistencia de quienes comprendieron que solo tenían dos caminos: la huida del país en busca de cobijo y la esperanza de un mejor horizonte o el acatamiento activo del chavismo-madurismo, cuyas ayudas sociales de subsistencia exigen siempre la contrapartida de un agradecimiento en forma de apoyo y colaboración en manifestaciones y acciones que reafirmen al régimen.
La crisis energética desencadenada por Vladimir Putin en Ucrania varió sustancialmente la posición de Estados Unidos, cuyo presidente Joe Biden convirtió a Maduro “de paria global a interlocutor furtivo” de Washington. En la propia Unión Europea, el presidente francés, Emmanuel Macron, le otorgó a Maduro el gran espaldarazo mediante el efusivo saludo con luz y taquígrafos que ambos se concedieron en los pasillos de la COP27 de Sharm el-Sheikh. Pistoletazo de salida para que los demás socios comunitarios que en su día reconocieron a Guaidó, se precipitaran para restablecer la normalidad político-diplomática con la dictadura bolivariana.
El restablecimiento asimismo de las relaciones con la vecina Colombia, tras la asunción al poder de Gustavo Petro, y la constitución de una mesa de diálogo, ahora interrumpido, en México entre el régimen chavista y la oposición, han terminado por afianzar a Nicolás Maduro y convertir en absolutamente irrelevante a Guaidó, a quién aquel ha prometido que más temprano que tarde meterá en la cárcel.
El presidente venezolano se halla, pues, en el cenit de su poder, que comparte obviamente con los militares, bien colocados o integrados sus mandos en todos los sectores económicos del país. Maduro, al que muchos de los gobiernos que reconocieron a Guaidó calificaron de “presidente ilegítimo” volverá a presentarse a la reelección. La oposición, siempre con enormes dificultades para encontrar un candidato único, prepara primarias para ello. Aspira a encontrar ese líder electoral de consenso y a que las elecciones estén supervisadas por observadores internacionales que velen por su limpieza.
Aun cuando todo ello llegara a producirse, mucho tendría que cambiar el contexto internacional para que el chavismo cediera el poder. Maduro reina sobre un país que registra un gigantesco 90% de pobres. Será todavía más fuerte si logra hacerse con los activos exteriores y consigue que la norteamericana Chevron y demás multinacionales extranjeras vuelvan a invertir en Venezuela y modernicen su maltrecha industria petrolera y sus obsoletos sistemas de producción. Y en cuanto al proceso electoral, los expertos y teóricos de la doctrina bolivariana saben ya sobradamente cómo hacer imposible que un opositor llegue a sentarse en el Palacio de Miraflores de Caracas.
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