Frédéric Mertens de Wilmars
Profesor y Coordinador del Grado en Relaciones Internacionales / Universidad Europea de Valencia
La guerra de Moscú en Ucrania pone de manifiesto la creciente brecha entre Occidente, los países que desafían el orden internacional bajo la bandera de China y Rusia, y los que optan por mantenerse cautelosamente al margen.
Se espera que la sombra de Vladimir Putin se cierna sobre los debates de la Asamblea General de las Naciones Unidas, que comenzaron el lunes 19 de septiembre pasado, con el telón de fondo de la invasión rusa de Ucrania. Este punto álgido de la diplomacia multilateral, ya minado por la pandemia de Covid-19 en 2020 y 2021, se celebra hasta el 24 de septiembre.
Nunca el orden internacional ha parecido tan fracturado, y el conflicto ha revelado un nuevo mapa de las relaciones de poder mundiales. Por un lado, Occidente y sus aliados, con Estados Unidos a la cabeza, cansados de hacer de policías del mundo, pero líderes en el apoyo a Ucrania en una Europa traumatizada por el retorno de la guerra. Por otro lado, Rusia, miembro del Consejo de Seguridad, acusada de violar la Carta de las Naciones Unidas al invadir a su vecino, y apoyada con cautela y no sin segundas intenciones por China.
Por último, los países de Asia, África – como Sudáfrica -, Oriente Medio y Sudamérica forman un grupo heterogéneo, representado por India que no quiere elegir bando y está preocupada por las consecuencias diplomáticas, alimentarias y energéticas de esta guerra en el continente europeo. Este conflicto marca una ruptura, la del declive de la influencia de Occidente, a pesar de su movilización al lado de Ucrania, y el gran regreso de Estados Unidos a Europa.
En este contexto, más allá del contenido de los debates de la Asamblea General, el principal objetivo del Secretario General de la ONU, Guterres, es tratar de volver a situar a la organización mundial en el centro del juego político internacional. Desde hace más de una década, la ONU se ha convertido en una especie de superagencia humanitaria que realiza una notable labor de ayuda al desarrollo, educación, etc. Pero políticamente, la ONU se ha convertido en un enano en la escena internacional. Las grandes decisiones de la política mundial ya no se toman en su seno. Así pues, la ONU ha estado totalmente ausente de la guerra en Ucrania, a nivel político.
De hecho, la organización que nació al final de la Segunda Guerra Mundial y del preludio de la Guerra Fría está muriendo lentamente en silencio, debido a la falta de reforma institucional. El Consejo de Seguridad actual es totalmente arcaico. Es un vestigio de la Segunda Guerra Mundial con los cinco miembros permanentes: Francia, Gran Bretaña, Rusia, China y Estados Unidos. ¿Por qué Francia? ¿Por qué Gran Bretaña? ¿Por qué no Alemania, por no hablar de las grandes potencias emergentes como India, como Brasil, como Sudáfrica, etc.? En resumen, mientras no haya una reforma del Consejo de Seguridad o una ampliación del mismo, éste dejará de ser representativo. Y esta reforma debe referirse, obvia e inevitablemente, al derecho de veto de los cinco miembros del Consejo de Seguridad de la ONU. Esto lo podemos ver hoy con la guerra en Ucrania. El boqueo es total. Es imposible enviar a las fuerzas de paz a intentar santificar los emplazamientos nucleares, etc. Rusia vetaría y Rusia, por una u otra razón, no podría votar en esta votación, China vetaría, etc. Es lo mismo cuando se trata de Francia, Estados Unidos, etc. Así que serían necesarias muchas reformas para legitimar de nuevo el Consejo de Seguridad y, por tanto, las Naciones Unidas. Pero una vez más, esto no sucederá. No se producirá ninguna reforma importante del Consejo de Seguridad en los próximos diez o veinte años, a menos que exista un peligro extremo para la seguridad mundial (cambio climático, conflicto nuclear, etc.).
El viernes pasado, en una ceremonia en la sede de la ONU, donde los líderes mundiales habían acudido a la Asamblea General, el Secretario General de la ONU hizo sonar la campana de la paz. Donada por Japón en 1954, la campana budista de 116 kilos tiene una inscripción en caracteres japoneses en una de sus caras que dice: «Que haya paz absoluta en el mundo». Un deseo piadoso, una quimera en el mundo real de las relaciones internacionales.
Sesenta y ocho años después, mientras la guerra vuelve a hacer estragos en suelo europeo, desencadenada por uno de los cinco países que tienen la condición de miembro permanente en el Consejo de Seguridad de la ONU, este deseo de Japón, la única nación del mundo que ha sufrido un ataque atómico, nunca ha parecido tan piadoso. De Ucrania a Etiopía, de Yemen a Armenia, del Sahel a Birmania, la paz está siendo atacada desde todos los frentes, en nuestras regiones, nuestros países y nuestras comunidades, y el veneno de la guerra está infectando nuestro mundo. Un mundo marcado por la guerra, pero también azotado por el caos climático, marcado por el odio, avergonzado por la pobreza y la desigualdad.
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