Helena López-Casares Pertusa
Doctora en Neurociencia cognitiva / Universidad Europea
Casi un siglo de vida da para mucho. Isabel II, la monarca de hierro e imperecedera del Reino Unido, ha sido testigo de muchas de las claves que ahora son esenciales para entender el siglo XXI. Desde la reconstrucción de un continente tras la II Guerra Mundial hasta el escenario incierto que encara el Reino Unido después del Brexit, pasando por la disolución de los imperios coloniales, la guerra de Vietman, la caída del muro de Berlín y el fin de la Guerra Fría tal cual se conocía, las Guerras del Golfo, la Guerra de Yugoslavia y la creación de nuevos países europeos tanto como consecuencia de esta guerra como de la división de la antigua URSS o la formación de la Unión Europea son algunos de los hitos más relevantes que se sucedieron durante el siglo XX, la última centuria del segundo milenio.
La muerte de Isabel II supone la pérdida de un eslabón de enganche y de un elemento integrador para los británicos. El pueblo británico y la corona conforman una unión indisoluble. Esta cohesión simbiótica es una de las notas que marcan y hacen especial al Reino Unido, dotando al país de unas peculiaridades, idiosincrasia e identidad muy diferenciada del resto de Europa. La insularidad y esa disposición geográfica del Reino Unido, que parece mirar de manera ladeada al continente del que forma parte, es una metáfora del carácter que define a sus habitantes y da forma a sus elementos distintivos.
Un reinado intergeneracional
La monarquía en el Reino Unido es la institución madre que actúa de paraguas protector y de escudo contra amenazas e inestabilidades externas. El pueblo británico así lo siente y así lo vive.
En un mundo y en una Europa repletos de retos como el auge de los populismos, las amenazas separatistas, la pérdida de la identidad y singularidad territorial debido al fenómeno acrecentado de la globalización, la aparición de nuevos modelos económicos en otros lugares del planeta, que hacen tambalear los cimientos del capitalismo occidental, y la amenaza a la subsistencia de las tradiciones, quizá se hace necesario contar con elementos aglutinadores, generadores de espíritu de pertenencia que actúen como pegamento de los afectos colectivos.
Isabel II ha sido la punta de lanza y un emblema que ha mantenido cohesionados a los británicos. La figura que se ha ido ejerció el papel de lazo envolvente y de nexo entre distintas generaciones. La sensación de pérdida y de vacío es evidente y se expresa a través de las distintas manifestaciones que se están produciendo desde que se ha conocido el fallecimiento de la monarca.
La reina más longeva en portar la corona significa que ha sido la monarca de, al menos, tres generaciones de británicos, por lo tanto, es un punto en común entre hijos, padres y abuelos. Ese referente común ha favorecido la unión entre generaciones, algo que es insólito en Europa y que no pasa en ningún otro reino, donde distintas generaciones han conocido a diferentes monarcas. Estas generaciones de británicos experimentan ahora un mismo sentir y participan de un sentimiento unificador que acerca a las personas, rompiendo las distancias intergeneracionales en lo que a edad y formas de ver el mundo se refiere.
Empatía colectiva
Desde el punto de vista neurocientífico, cuando las personas tienen algo que compartir se olvidan las discrepancias porque convergen hacia un lugar común, hacia un destino compartido y hacia un referente conocido, que conforman un escenario en el que todas las personas vibran al unísono, aunque lo puedan vivir con diferentes intensidades.
Esta es la razón por la que, cuando se desea acabar con la estabilidad de un país y con la unión de una ciudadanía, se ataca a las instituciones consolidadas, históricas, comunes y que representan una idea parecida para todos. En cuanto esas instituciones se dinamitan y se ponen en entredicho, la población es más vulnerable porque se queda huérfana y se debilita. Es entonces cuando los populismos, las ideas separatistas, independentistas o secesionistas y los movimientos desintegradores de cualquier naturaleza proliferan.
El fallecimiento de la monarca ha activado el circuito de la imaginería colectiva. Isabel II representaba la historia de la vida de prácticamente la totalidad de los británicos. De esta manera, la población está experimentando emociones relacionadas con la pérdida, la tristeza, el abatimiento o el desamparo. Los ciudadanos concentrados alrededor de los lugares emblemáticos como el Palacio de Buckingham o el Palacio de Balmoral, unidos por el duelo, hacen que se realimenten estas emociones y sentimientos debido a la generación de la empatía colectiva, por efecto de las neuronas espejo, que en estos casos es definitiva para crear un mismo sentimiento y una única vibración.
A partir de aquí, veremos cómo se van transformando las emociones y los sentimientos colectivos a través de los distintos eventos que se van a suceder. Así, de la congoja que supone la despedida de la reina, los británicos pasarán por las emociones relacionadas con la tranquilidad de la continuidad cuando se empiecen a dar los primeros movimientos de Carlos III, lo cual tendrá un efecto multiplicador y traerá un halo de esperanza hacia el futuro cuando su hijo Guillermo, ya duque de Cornualles, se convierta en Príncipe de Gales. Esa continuidad, esa seguridad y esa extensión del legado real actuará como ancla entre los británicos y los llevará a una ilusión calmada.
El Reino Unido está en la actualidad tratando de ubicarse en el mundo tras el Brexit y de reforzar su política comercial virando con ahínco de Europa hacia los países de la mancomunidad que conforma con los socios de la Commonwealth. Son muchos los interrogantes que se abren en este cambio de era en el Reino Unido con una recién estrenada primera ministra, Liz Truss, sin experiencia y al frente de un partido roto, y con un nuevo monarca, Carlos III, que goza de un nivel de popularidad menor que el de su hijo Guillermo, heredero al trono.
Sin embargo, lo que no admite incógnitas es que la diligencia, el deber, el compromiso, el respeto y el honor son las señas de identidad de Isabel II, una monarca eterna, que se imprime y se fija aún con más fuerza en las páginas del gran libro de la Historia de la Humanidad.
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