Pedro González
Periodista
Fue el primer dirigente comunista con rostro humano, o al menos esa fue la sensación que tuve cuando lo vi en Moscú y tras seguirle y cubrir su visita a Madrid y Barcelona. El lenguaje de la Guerra Fría nos había presentado a la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como la implacable superpotencia que aspiraba a implantar el comunismo en todo el planeta, y a sus dirigentes como adustos aparatchiks, dispuestos a que en su espacio de soberanía no entrara bocanada alguna del aire de libertad que se respiraba en Occidente.
Mijaíl Sergeievich Gorbachov rompió ese molde, no porque estuviera repentinamente fascinado por lo que sus espías le contaban y él mismo pudo contemplar del eterno gran enemigo, que no era solamente Estados Unidos, sino también el conjunto de países que conformaban la OTAN. Su contemporáneo en la Presidencia de Estados Unidos, Ronald Reagan, había decidido asestar un golpe definitivo al enfrentamiento al incrementar la carrera armamentística hasta un nivel que la URSS no era capaz de seguir. Tanto es así que su antecesor Yuri Andropov, el hombre que lo sabía todo de todos como jefe del KGB, le había dejado un informe demoledor, según el cual la URSS necesitaba urgentemente reformar por completo su industria productora de bienes de consumo, sacrificada en aras del armamento, de manera que las crecientes demandas de los ciudadanos se topaban siempre con la escasez, el racionamiento o la simple no existencia de los productos equivalentes a los que los rusos sabían eran de uso corriente en el territorio enemigo de Occidente.
Sea como fuere, Gorbachov dio el paso definitivo al implantar la perestroika, el conjunto de medidas reformistas, encabezadas por la apertura hacia el bloque occidental, al tiempo que se instituía una liberalización económica y una creciente transparencia informativa. Para los ciudadanos soviéticos, acostumbrados a la adustez, el secretismo, la amenaza y el castigo, con o sin motivo, la glasnost, es decir la transparencia, desató las lenguas, dio a conocer a los asombrados ciudadanos los numerosos casos de corrupción que se producían en el interior del régimen comunista, al tiempo que se multiplicaban las manifestaciones de protesta, en un primer tiempo más numerosas y ruidosas las de los partidarios de mantener las cosas como estaban, luego sobrepasadas en número e intensidad por quienes exigían una aceleración de las reformas. Serían éstos quienes acabarían imponiéndose tras constatar que Gorbachov, seguramente asustado por la dinámica de los acontecimientos, sintió la necesidad de ralentizar el proceso. No lo conseguiría y sería finalmente Boris Yeltsin el que le obligaría a dimitir enarbolando la bandera de una Rusia independiente y soberana.
Nadie es profeta en su tierra, y Gorbachov es un buen ejemplo para demostrarlo. Hoy, apenas un 7% de rusos manifiesta tener respeto por su figura. Por el contrario, en Occidente se le considera el hombre que permitió que Europa pudiera ser el conglomerado que es hoy, y pasara de la simple Comunidad Económica a la Unión Europea, con esa gran ampliación que incorporó a la práctica totalidad de los antiguos países satélites de la URSS, comenzando por los tres bálticos en la primera tacada.
Gorbachov es así el hombre que propició la reunificación de Alemania, el hombre que decidió concluir la ruinosa invasión de Afganistán, el firmante del primer Tratado Start de limitación del armamento nuclear y, en definitiva, el hombre que puso fin a la Guerra Fría. La Casa Blanca había llegado a proclamar a Ronald Reagan vencedor de esa contienda, lo que llevó a Gorbachov a reaccionar calificándolo de “arrogante”, y reclamando su papel activo en evitar la confrontación nuclear y un derramamiento de sangre, reivindicación que tuvo éxito puesto que se le concedió el Premio Nobel de la Paz en 1990.
En Rusia su figura es la del hombre que provocó el colapso de la URSS, o sea del imperio soviético, el derrumbamiento del comunismo y el artífice de las penurias que se abatieron sobre los ciudadanos, que prácticamente de la noche a la mañana vieron evaporarse sus ahorros mientras la inseguridad se apoderaba de las calles merced a una delincuencia disparada. Y, en los días que corren, también se le considera responsable de la escisión de Ucrania, convertida en la primera pieza del proyecto de Vladimir Putin de reconstrucción del imperio ruso.
El tiempo matizará seguramente estas visiones antagónicas de un hombre que en cualquier caso fue determinante en el curso de la historia de Rusia, de la Unión Europea y por ende de todo el planeta.
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