Pedro González
Periodista
Al menos en el periodo inmediato al final de cualquier guerra la historia la escriben siempre los vencedores. Solo cuando han desaparecido los protagonistas y sus primeros descendientes y ha transcurrido mucho tiempo, los historiadores, si les dejan, ponen más o menos las cosas en su sitio. Para ello, no pocas veces hacen falta que hayan pasado muchísimos años, siglos incluso, y aún así la verdad de lo sucedido no logra abrirse paso fácilmente.
Estamos en plena guerra entre Rusia y Ucrania, cumplidos ya los primeros seis meses de la “operación militar especial” decretada por el presidente ruso, Vladimir Putin, para invadir el país que durante los tres cuartos del siglo XX que duró el régimen comunista, fue sucesiva o simultáneamente tierra de experimentación para el exterminio de masas por hambre y deportación, despensa de la Unión Soviética y joya del imperio ruso. El derrumbe del comunismo y la consiguiente independización de las repúblicas que habían padecido su yugo nunca fue aceptado por Moscú, y en especial por los servicios secretos, el poderoso KGB, el gran poder en la sombra, dueño de los secretos de todos los dirigentes, y por lo tanto gran controlador de una ciudadanía sometida.
Desde su acceso al poder, Putin ha tejido con sus antiguos camaradas del KGB una renovada red de poder, cuya meta combina la aspiración a conservar y acrecentar ese poder para siempre y la necesaria causa patriótica que aglutine el sentido de pertenencia de su ciudadanía. Así, la reconstrucción del imperio ruso es el primer y principal exponente de esa causa común a la que puedan adherirse todos los que puedan exhibir un pasaporte ruso. El principal problema que presenta esta estrategia es que para ello había que despreciar el derecho internacional y, por supuesto, la voluntad de los países susceptibles de ser puestos de nuevo bajo la bota de Moscú de ser sometidos.
Para sorpresa y asombro del mismísimo Putin, Ucrania le ha plantado cara, se le está resistiendo e incluso le está asestando inesperados contragolpes, concitando de paso la admiración de no pocos países y ciudadanos occidentales, sacudidos éstos por la capacidad de resistencia y audacia de los soldados ucranianos y de una martirizada y heroica población civil.
Es la libertad, que rechaza rendirse a la tiranía
Coincidiendo con el aniversario de su independencia de la Unión Soviética el ministro ucraniano de Asuntos Exteriores, Dimitro Kuleba, manifestaba que “este año, más que ningún otro, los colores amarillo y azul [de la bandera del país], simbolizan la libertad que rechaza rendirse a la tiranía”.
De eso se trata precisamente: de la libertad, principio y derecho fundamental sobre el que se sustenta la democracia. Un recordatorio no solo para el propio Putin y la población rusa, mucha de cuya vanguardia intelectual ha preferido el exilio a la complicidad con la agresión hacia un país soberano, pese a ser considerado como parte integrante de la cultura y civilización rusa.
Los países de la OTAN, es decir lo que se conoce comúnmente como Occidente, no pueden cejar en su apoyo a Ucrania. Hacerlo equivaldría bajar definitivamente los brazos ante la fuerza esgrimida por un agresor, dando carta de naturaleza a la ley del más fuerte como fuente de legitimidad. Esa hipotética consagración de la ley de la selva daría pie a un “desorden” internacional sustitutivo del orden liberal que ha imperado desde que, al final de la II Guerra Mundial, el derecho se impusiera frente a la voluntad de aplastamiento del supuestamente más fuerte.
Parecen observarse, sin embargo, algunas grietas en un apoyo inicialmente unánime en favor de Ucrania. El largo tiempo que las últimas cinco generaciones han disfrutado de un estado de bienestar y prosperidad que les han hecho creer que eso era gratis y para siempre, presenta síntomas de haberse debilitado ante los primeros contratiempos y sacrificios. Convendrá, pues, recordar que lo que se está ventilando, de momento tan solo en suelo ucraniano, es la supervivencia de los principios en los que se ha sustentado ese estado de bienestar y la capacidad de los ciudadanos de aspirar a desarrollar con garantías sus propios proyectos de vida. Flaquear y ceder equivaldría a ceder el paso a la tiranía, que siempre exige sumisión total a individuos que dejan de ser ciudadanos para ser reducidos a la condición de súbditos, inermes ante la voluntad y el capricho del tirano.
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