Carlos Pérez-Desoy
Diplomático
Desde hace algunas semanas hay una palabra de moda en las secciones de noticias internacionales de los periódicos: finlandización. El editorial del Financial Times del 10 de febrero se titulaba “Cuidado a la hora de comparar Ucrania con Finlandia” mientras que en el New York Times del día anterior se podía leer esta crónica: “Los finlandeses no desean la finlandización de Ucrania ( ni de nadie)”. El presidente Macron, en su reciente visita a Moscú, dijo que “la finlandización de Ucrania es una de las opciones sobre la mesa”.
¿En qué consistía exactamente la finlandización?
Es un concepto hijo de un momento histórico concreto –la Guerra Fría– y de la fatalidad de la geopolítica, que en el caso de Finlandia viene marcada por cientos de kilómetros de frontera común con la antigua URSS, que además controlaba las repúblicas bálticas y por tanto la orilla sur del golfo de Finlandia. Al parecer la palabra fue acuñada por el ministro de Asuntos Exteriores austriaco en 1953 como una referencia despectiva a la política de neutralidad de Finlandia, y luego retomada por el muy atlantista político democristiano alemán Franz Josef Strauss para descalificar la Ostpolitik, la política de buena vecindad con la URSS y sus satélites impulsada por el canciller Willy Brandt. “Sin misiles la RFA sería como Finlandia”, dijo Strauss.
Paradójicamente, de la misma manera que hay restaurantes italianos o chinos en todo el mundo, salvo en Italia y en China; también en todo el mundo se habla de “finlandización”…excepto en Finlandia, donde se llama doctrina Paasikivi-Kekkonen, bautizada así por dos presidentes de la postguerra. Para quienes creen en la antigua doctrina de que en el nombre radica la sustancia de las cosas, esta dualidad semántica revela ya la existencia de un problema. La piedra angular de esta política de neutralidad se basaba en tener en cuenta la “especial situación geopolítica del país”. Traducido: Finlandia –que desde junio de 1941 combatió al Ejército Rojo al lado de la Alemania nazi– debía abstenerse de irritar a Moscú por “realismo político”.
La “finlandización” se plasmó en el tratado de asistencia, cooperación y ayuda mutua fino-soviético (vigente de 1948 a 1992), que incluía una cláusula de asistencia militar que únicamente fue invocada en octubre de 1961, durante la Crisis de los Misiles, aunque no se fue más allá de las consultas políticas.
La “finlandización” tenнa también derivadas en el ámbito interno. Para empezar supuso la exclusión del partido mбs votado – conservador – de las coaliciones de gobierno durante veinte aсos. Además, los soviéticos mantuvieron hasta 1956 una base naval – Porkkala -, a 30 kilómetros de Helsinki. Había “libertad de opinión, pero con autocensura”, de tal forma que la prensa finlandesa evitaba comentarios negativos hacia la URSS y eludía tratar cuestiones delicadas como las opiniones de disidentes soviéticos tipo Sajarov o Solzhenitsyn, o las intervenciones militares soviéticas en Hungría, Checoslovaquia o Afganistán. El objetivo era “evitar la difusión de ideas antisoviéticas” en la literatura o el cine “para no poner en peligro las relaciones exteriores del país” y así, aunque la posesión de libros “antisoviéticos” no estaba prohibida, sí se impedía su impresión y distribución. Tras el fin de la IIGM, Moscú exigió la retirada de 1.700 libros supuestamente “antisoviéticos” de la red de bibliotecas públicas finlandesa. Las librerías recibieron también un índice de libros prohibidos para impedir su venta.
Por la misma razón, las autoridades finlandesas prohibieron la exhibición de películas como One, Two, Three (1961) de Billy Wilder o The Manchurian Candidate (1962) de John Frankenheimer.
Sin duda, la “finlandización” suponía trabas y autocensura, pero no es menos cierto que gracias a esta política Finlandia evitó el destino de los países de Europa del Este, manteniendo su sistema democrático y capitalista durante la Guerra Fría, sin que nunca llegase a plantearse su posible adhesión al Pacto de Varsovia, la alianza militar anti-OTAN liderada por Moscú.
Paradójicamente, por su condición de “aliados”, no había “telón de acero” en la amplia frontera compartida entre Finlandia y la URSS.
La novela The Red King of Helsinki de Helena Halme y la serie finlandesa de TV Nyrrki –Shadow Lines en inglés-, reflejan muy bien el ambiente de la época. Un asfixiante oasis capitalista en medio del glacis soviético, trufado de espías soviéticos y americanos a ritmo de jazz. Por Finlandia por cierto, pasaba la línea del teléfono rojo (en realidad era un télex) que, desde 1963, conectaba Washington con Moscú.
Pero Finlandia, gracias a esta política de neutralidad sui generis, fue también escenario de la distensión entre los dos bloques, que alcanzó su momento cumbre en la Conferencia de Helsinki inaugurada en 1973 que culminó en la trascendental Acta Final de Helsinki, punto de partida de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) y de relevantes acuerdos en temas como los derechos humanos o el desarme.
Después de su defunción oficial en 1992 con el fin del tratado de asistencia, cooperación y ayuda mutua fino-soviético y el posterior ingreso de Helsinki en la UE, la “finlandización” se ha convertido en un concepto geoestratágico importante, caracterizado según el ex presidente finlandés Urho Kekkonen, por la “cooperación, basada en la confianza mutua de dos Estados con diferentes sistemas sociales”; aunque los manuales de geopolítica lo definen más crudamente como “la decisión de un Estado de no incomodar a un vecino más poderoso para preservar su soberanía”.
Probablemente, el último vestigio de la antigua “finlandización” sea la circunstancia de que a fecha de hoy Finlandia sigue sin ser miembro de pleno derecho de la OTAN.
Para caracterizar adecuadamente el debate actual con relación a Ucrania, conviene tener en cuenta que la “finlandización” es una alternativa de neutralidad basada en el realismo y la fatalidad geográfica, y que a la vista de los antecedentes históricos, no se contrapone a escenarios idílicos – los pactos de amistad con Shangri-Lah o la Arcadia Feliz simplemente no están en el menú-, sino a alternativas poco apetitosas como la doctrina Brezhnev de la “soberanía limitada”, o a la “neutralidad a la austríaca”, con ocupación militar incluida, que sirve de escenario de fondo a la película “el Tercer Hombre” de Carol Reed. La historia ofrece otras variantes igualmente poco apetecibles: estado-tampón; estado-cliente; estado-vasallo; estado-marioneta; protectorado o “república hermana”.
En todo caso, digan lo que digan los expertos en geopolítica, está claro que en política internacional no hay nada mejor que tener un buen vecino. O el mar. Lo dijo Chesterton: “nosotros hacemos nuestros amigos, y nuestros enemigos, pero los vecinos los hace Dios Nuestro Señor”.
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