Nacho Sánchez Amor
Eurodiputado
En las tensiones con China, frecuentes y diversas, la realpolitik aconseja analizar bien los frentes y las trincheras desde las que ganar ventajas, que serán siempre parciales y provisorias. Para occidente, con China se va a tratar siempre de una guerra de posiciones, nunca de una blitzkrieg. Por eso es preferible una tensión medida pero sostenida a un exabrupto denunciador que se agota en su propia coyuntura.
Es obvio que en lo que toca al comercio y las inversiones deberíamos contentarnos con una estrategia de contención. Pero no solo por la enorme escala de las cifras, también porque de este lado (e incluso contando la UE como un solo actor, algo nada obvio) son varios los centros de decisión soberanos y no siempre las perspectivas y los intereses coinciden, más allá del temor a la potencia de fuego del otro lado. Es, para no insistir en las metáforas bélicas, como un partido del Real Madrid contra una selección ocasional de buenos jugadores, individualidades competentes pero que nunca han entrenado ni jugado juntos. En ese tipo de escenario, entradas duras como las sufridas por Australia o Lituania rebajan el ardor de los restantes jugadores y retraen a todo el equipo a “encerrarse atrás”.
Pero hay otro frente en el que las democracias occidentales deberían plantearse jugar de un modo más incisivo: el de la ideología, el de las narrativas, el de las ahora llamadas “guerras culturales”. China no es solo una apisonadora con silenciador en el tubo de escape, avanzando a costa de cualquier obstáculo y haciendo para ello el mínimo ruido indispensable. Es también un insidioso propagandista del autoritarismo y un incesante agente erosionador de los logros de las democracias maduras. Y todo ello lejos del ruidoso modelo ruso, más cercano a la motosierra que a la discreta termita.
El implícito mensaje alrededor de la pandemia, nunca expresado de ese modo frontal, ha consistido en subrayar la eficacia de los modelos autoritarios frente a las querellas públicas, los debates políticos y las pérdidas de tiempo de la democracia en su trabajoso sistema de toma de decisiones. Incluso el argumento de que éstas son más sólidas por contar con un consenso social de base parece temblar ante los convergentes movimientos anti vacunas y anti certificados, convenientemente aireados (oxigenados, incluso) por una atención mediática que les da el trabajo hecho a los sumisos altavoces de los regímenes autoritarios. La sorprendentemente eficaz campaña china sobre la construcción de un gran hospital en diez días dejaba ya en pañales la naciente diplomacia de la mascarilla. En Occidente, debates y descoordinación, en China, eficacia y rapidez.
Hong Kong es, para su desgracia, otro ensayo de laboratorio de esta lenta estrategia corrosiva. Porque, además de los aspectos represivos más frontales como la Ley de Seguridad Nacional, la política china va acompañada de una cuidada campaña ideológica de reescritura de la historia y de resignificación simbólica (la censura previa en los libros escolares, la retirada de monumentos a Tiananmen, la prohibición de artículos de opinión en algunos medios críticos, la batalla por la edición del artículo de la Wikipedia sobre Hong Kong, la censura a un episodio de Los Simpsons, etc.).
Lo que China y otros sistemas autoritarios hacen, y eso tiene una gran fuerza atractiva para los sistemas iliberales, es dibujar la democracia y el carácter universal de los derechos individuales como una exportación eurocéntrica y neocolonialista que pretende perpetuar el dominio intelectual occidental sobre el resto del mundo cuando su dominio político ya ha desaparecido. No existe un conjunto de derechos que todas las personas tengan por el mero hecho de serlo, vivan donde vivan. No existe tampoco un modelo único de democracia, la de corte occidental, sino que cada país puede tener su modelo, igualmente válido, de acuerdo con su tradición política, su cultura, su historia, sus lenguas o su mosaico étnico. Y la historia de los pueblos no puede ser la dictada desde las universidades occidentales, sino la que se construya en cada sitio acumulando materiales propagandísticos, visiones castradas de la historia, acariciadoras soflamas nacionalistas e ingeniería social de última generación. Al sustantivo democracia le sientan mal los adjetivos; así pues, cualquier adjetivo (popular, orgánica, corporativa, socialista) debe ser sospechoso de transportar los huevos de la termita.
Esta es la trinchera en la que creo que las democracias occidentales pueden jugar sin miramientos en la relación con China y otros actores autoritarios. La del manido “relato”, como se dice ahora, pero que es la vieja batalla plenamente ideológica de las luces, del racionalismo, del humanismo y de los derechos. China está ensayando una dominación espacial en el mundo mediante la exportación de sus bienes y capacidades productivas, pero también esta desplegando una sutil dominación del relato político que legitime ese paralelo esfuerzo exportador de ideas y visiones del mundo. Contengamos la expansión comercial en unos límites aceptables, pero empecemos a pelear más a campo abierto la batalla por el famoso “relato”.
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