Mª José Prieto
La Alhambra huele a jazmín, cítricos y rosas. Miles de flores adornan la alfombra verde que serpentea entre jardines y encarna la más virtuosa imagen del edén. El palacio nazarí domina la colina, majestuoso, ensalzado por la musicalidad de fuentes y acequias, a cuyo pie descansaban los sultanes para escuchar el arrullo del agua. De los antiguos jardines que sobreviven en Europa, el de la Alhambra es, sin duda, uno de los más ricos y variados.
«La vista se extasía con las exuberantes bellezas de la vega: la floreciente feracidad de arboledas y jardines e innumerables huertas, por donde se extiende caprichosamente el Genil como una cinta de plata…», narraba Washington Irving su perplejidad al contemplar, desde la Torre de Comares, el lienzo de un entorno prodigioso.
La fascinación del palacio nazarí no solo es objeto de entusiasmo por parte del gran viajero que fue Irving; su indiscutible delicadeza y perpetuidad, ha sido y es motivo de exaltación desde que fuera declarado en 1870 Monumento Nacional. Sin duda tenía razón el americano cuando se sobrecogió ante la majestuosidad del vergel esmeralda que se desparramaba voluptuoso por la ladera.
De la alfombra verde que corretea entre la Alhambra, impresiona cómo el tiempo se resiste a alterar un ápice su esplendor. Cada paso rezuma una apasionante amalgama de perfumes, mientras resuena la melodía celestial de las fuentes a modo de susurro; cualquier elemento parece creado para el deleite, la contemplación y el éxtasis de los sentidos. Los espacios verdes del Conjunto Monumental de la Alhambra y Generalife constituyen un auténtico museo botánico.
Leyendas moriscas
La vegetación, profusamente intrincada, habita entre los jardines que separan las espléndidas estancias palatinas. Los senderos están poblados por especies ancestrales; muchas, introducidas en la época árabe, sobreviven armónicamente con otras más recientes, cultivadas en remodelaciones de periodos posteriores.
Desde el periodo nazarí, la Alhambra desprende fragancias de alhelí, lirio, jazmín, ciprés, naranjo amargo o azucena. Son aromas unidos a leyendas moriscas, amoríos secretos y tesoros escondidos. No hay duda de que la fabulación popular es tan prolífica como el encantamiento que exhala la propia ciudad palaciega.
Junto a estas especies, se enmarañan las flores de periodos cristianos: rosas, claveles, violetas, adelfas y nenúfares conforman un edén generoso y vivo. Y junto a ellas, plantas aromáticas por excelencia: albahaca, orégano, menta, tomillo o espliego persisten aún desde tiempos en que los jardines hispano-islámicos servían de huerto para enriquecer los platos.
El agua del paraíso
Una de las especies más simbólicas de los jardines de la Alhambra es el arrayán, cuyo nombre procede del árabe y significa «el aromático». El arbusto condensa la quintaesencia del bastión palaciego. Está considerado en el mundo islámico como una planta con baraka—con bendición oculta e invisible—; posee un crecimiento rápido y se exhibe bordado con delicadas flores blancas que desprenden una finísima fragancia.
La coquetería de las plantas se une a los acordes omnipresentes del agua. La fortaleza está vertebrada por una red de albercas, estanques, fuentes y canales ornamentales que engrandecen aún más su elegancia. En el periodo nazarí el agua se mimaba como un tesoro. Era un objeto tan preciado que resultaba impensable desperdiciar una gota. Los sultanes de la Alhambra se sentaban junto a las pilas en tertulia; escuchaban el rumor de las fuentes y admiraban el reflejo de la luna en las noches estrelladas.
Soñar despierto
Tras la conquista cristiana de Granada, los Reyes Católicos alzaron el convento franciscano sobre un antiguo palacio nazarí del siglo XIII, donde se ubica el Parador, que se encuentra en el recinto de la Alhambra. El edificio es un lugar de ensueño que conquista por las increíbles sensaciones que desprende la magia del entorno.
A la comodidad de las habitaciones se une la posibilidad de disfrutar de un escenario idílico, arropado por el canto de las fuentes, los aromas embriagadores y las huellas que una historia extraordinaria ha dejado plasmadas en lienzos imposibles.
En el comedor y la terraza de su restaurante, con unas vistas únicas a los jardines del Generalife, se pueden degustar platos tradicionales de su gastronomía como el remojón o los piononos de Santa Fe y platos de la cocina nazarí como la Breua.