Mª José Prieto
En su gestación, el Camino de Santiago funcionó como un sistema circulatorio. Las tendencias europeas se diseminaron por las arterias que vertebraban la ruta, insuflando el saber de la época entre los pueblos que germinaban a lo largo del Camino. Este excepcional año santo, desdoblado en dos por la pandemia, invita a encontrarse con el paisaje mágico que envuelve la historia jacobea.
Antes de empezar, conviene escudriñar en el origen. Por qué cientos de personas afrontan cada año, desde tiempos inmemoriales, un viaje iniciático; un camino que comienza con la inquietud de lo desconocido y desemboca en la exaltación, en un sentimiento que enardece con la llegada a ese espacio inconmensurable que es la plaza del Obradoiro, haciendo brotar una conmoción tan sobrecogedora como placentera en vivencias y conocimientos.
Pues bien, el origen: corría el año 813 cuando un ermitaño percibe en el cielo unas señales luminosas. Tal acontecimiento fue expuesto a Teodomiro, por aquel entonces obispo de Iria Flavia, quien comprobó in situ que las extrañas luces procedían de un edificio funerario abandonado. Ante semejante lance, el prelado concluyó, no sin un concienzudo periodo de meditación y ayuno, que en ese lugar se encontraba el sepulcro del apóstol Santiago, sobre cuyos restos se edificaría la primitiva iglesia que cimentó la magnífica catedral compostelana.
Restó poco tiempo para que entrara en juego el poder político. El obispo no solo se limitó a certificar el hallazgo, sino que solicitó al rey, Alfonso II el Casto, que visitase el lugar desde Oviedo, la capital del reino, hazaña que realizó al menos una vez, en el año 834. De esta manera, sin que conste en ningún documento el por qué de la decisión adoptada por el monarca, se puso la primera piedra sobre la Ruta Jacobea, convirtiéndose Alfonso II en el primer peregrino constatado de esta colosal historia.
El grial de O Cebreiro
Huelga decir que aquellos tiempos eran proclives a los mitos. Precisamente, hay en la fecunda crónica de la ruta jacobea una querencia por la leyenda, por los hechos prodigiosos que ensalzan la necesidad de emprender el Camino, al menos una vez en la vida, ya sea por un ánimo espiritual o por la avidez de experiencias que concede un entorno paisajístico e histórico de proporciones sublimes. Había también en los remotos siglos medievales, el menester de recuperar territorios para la cristiandad y remontar la Reconquista frente a los musulmanes. La existencia de una suerte de “corredor santo” alentaba esperanzas entre los reinos que custodiaban el Camino al apóstol.
Si algún sonido resuena a cada paso, al margen de las propias pisadas o la virtuosa melodía natural que acompaña a la ruta, es el incesante susurro de las leyendas que tejen un camino imaginario; una especie de vía paralela en la que se entremezcla la ficción con la realidad para embaldosar un trayecto tan prolífico como inagotable, alimentada por el acervo popular.
De ese fructuoso ingenio sobresale el milagro del santo grial de O Cebreiro difundido por todos los rincones de Europa en la voz de clérigos, juglares y peregrinos. La tradición relata cómo un gélido día de invierno, un vecino del pueblo de Barxamaior subió a O Cebreiro a escuchar la misa, a pesar de la fuerte nieve que caía en el puerto. El cura, molesto por celebrar la eucaristía ante un único feligrés, le espetó que podía haberse muerto en el camino solo para arrodillarse ante un poco de pan y vino. Ante tal osado comentario, tras la consagración de las formas, la hostia se transformó en carne y el vino en sangre. La conmoción que causó el milagro fue tal, que los Reyes Católicos visitaron el lugar el año de su peregrinación a Compostela, en 1486. Incluso la propia reina Isabel quedó tan obnubilada por el objeto sagrado que intentó llevárselo; pero, cuando la comitiva regia partió hacia Castilla, los caballos se detuvieron haciendo imposible el avance, por lo que la monarca ordenó que las reliquias retornaran a O Cebreiro.
La piedra habla
En la distancia, la silueta de la catedral de Santiago domina majestuosa el horizonte urbano. Cuando el peregrino se adentra entre la urdimbre de callejuelas puede fantasear con el esfuerzo de los geómetras, matemáticos, canteros y pintores que labraron esta obra cumbre del Románico.
Realmente se trató de una construcción colosal. La catedral fue concebida para imponerse en esplendor a todos los templos conocidos. En su edificación trabajaron las mentes más brillantes de la época y se utilizaron los materiales más excelsos; todo estaba trazado para proyectar el santuario más grandioso de la cristiandad. Si hay un elemento que condensa la plenitud arquitectónica y artística del templo, es el Pórtico de la Gloria; concebido por el maestro Mateo como un escenario en movimiento, donde la piedra habla, ríe y conversa. Las figuras transmiten sensaciones antaño inimaginables y huyen del hieratismo románico para adentrarse en una auténtica revolución sensorial. Nunca nadie había osado trabajar la piedra de ese modo.
Cabe imaginar el éxtasis que provocó la primera policromía del pórtico. Las grandes masas de oro y lapislázuli refulgían cuando recibían el impacto de los rayos del sol. La imagen irradiaba la sensación de divinidad; la piedra cobraba vida y las estatuas se movían para adquirir una naturalidad jamás vista.
Detrás de este increíble espectáculo se escondía uno de los genios más indiscutibles del arte: el maestro Mateo, un personaje carismático, rodeado de un halo de leyenda que ha trascendido incluso a su propia obra.
Un equipo excepcional
Fue el rey Fernando II de León quien dio el impulso decisivo para culminar la catedral. Para concluir en el menor plazo posible las obras contrató a Mateo, al que asignó dos marcos de plata semanales, lo que constituía una buena suma de dinero para la época. En la Compostela del siglo XII, su labor consistió en supervisar todos los trabajos de arquitectura, escultura y pintura: un director al frente de un excepcional equipo versado en las tradiciones estilísticas de la Europa medieval.
Sorprende la personalidad arrolladora del maestro, tal y como constata la inscripción Magistrvm Mathevm en el dintel del Pórtico (año 1168), en la que no aparece referencia alguna al rey Fernando II, verdadero patrocinador de las obras, ni al arzobispo Pedro Suárez de Deza, quien ostentaba la mitra por aquella época.
Del carácter impetuoso de Mateo pudo surgir la leyenda del Santo dos Croques, una escultura situada en el reverso del Pórtico de la Gloria, a la que se considera una autorrepresentación del maestro. La leyenda cuenta que colocó su figura en el propio pórtico, pero ante la reprobación del arzobispo por la osadía, la instaló en el lugar actual. En el siglo XIX surgió entre los estudiantes la costumbre de darse una suave cabezada en la frente de la efigie para contagiarse de su sabiduría, de ahí su nombre en gallego, croque: golpe en la cabeza.
La llegada del apóstol a Galicia
La tradición jacobea sostiene que la tumba de Santiago está ubicada en la ciudad de Compostela desde el siglo I, cuando los restos del apóstol, decapitado en Jerusalén hacia el año 44, fueron llevados por sus discípulos en barco hasta las costas gallegas. Los vestigios óseos aparecieron en un edículo funerario de origen romano, en el bosque Libredón, lugar en el que se construyó la primitiva iglesia. La actual urna con las reliquias del apóstol y sus discípulos Atanasio y Teodoro data de 1880 y preside la cripta situada bajo el altar mayor de la catedral.
El papado casi siempre rechazó el hecho de que Santiago predicase en la península ibérica; sin embargo, sí reconoció que el sepulcro se encontraba en Compostela. La ciudad está considerada uno de los tres grandes centros de peregrinación para la cristiandad, junto a Roma y Jerusalén.
Paradores en el Camino
La historia ha cincelado múltiples caminos para llegar a Santiago. A lo largo de la ruta se asientan algunos de los paradores más espectaculares de la red. El de Santiago, en plena plaza del Obradoiro, se fundó en 1499 como hospital real para albergar a los peregrinos. Su ubicación le convierte en un enclave único para colmarse de la tradición jacobea.