Nicolás Pascual de la Parte
Embajador en Misión Especial para Ciberseguridad y Amenazas Híbridas
La precipitada y caótica retirada de los EEUU y la OTAN de Afganistán avala el mito de que ese país centroasiático es la tumba de los Imperios. Es bien sabido que ni Alejandro Magno, Gengis Kan, británicos o soviéticos fueron capaces de doblegar la feroz resistencia de las belicosas tribus del macizo montañoso del Hindukush. Lo que quizás no es tan conocido es que los propios musulmanes tardaron dos siglos en imponer la religión de Alá en tan agreste territorio. La desbandada de Occidente, trasmitida en directo este agosto, vendría así a ser el último capítulo infame de esta historia de fracasos. Se antoja prematuro y aventurado intentar anticipar las consecuencias geopolíticas, todas ellas graves, de la salida de Afganistán, pero quizás podríamos adelantar las más obvias.
La primera es la evidente pérdida de prestigio y credibilidad de los EEUU como superpotencia garante del orden internacional liberal y de la seguridad de sus aliados. No comparto los juicios catastrofistas acerca de la irreversible decadencia del hegemón norteamericano, tantas veces profetizada desde la guerra de Vietnam, pues los EEUU siguen teniendo más poder disuasorio militar que la suma de sus dos rivales, China y Rusia. Creo, por contra, que estamos ante un cambio del paradigma geoestratégico norteamericano, que clausura definitivamente el ciclo de los despliegues militares terrestres en Asia (y en el resto del mundo) para exportar la democracia y luchar contra el terrorismo yihadista, iniciado hace 20 años con el lanzamiento de la “guerra contra el terror”. Washington se centrará, así lo explicitaron tanto Trump como Biden, en confrontar la rivalidad sistémica que a su hegemonía global opone una China emergente, mediante la articulación de una alianza de democracias liberales en torno a un G-10.
La segunda consecuencia evidente será el creciente cuestionamiento de la pertinencia y eficacia de la Alianza atlántica, que sale malparada de su primera gran operación fuera de área. La OTAN acudió a Afganistán como gesto de solidaridad con unos EEUU atacados en su territorio el 11-S del 2001, tras invocarse por vez primera la aplicación de la cláusula de seguridad colectiva del artículo 5 del Tratado fundacional de Washington. Una acción militar de lucha contra el terrorismo (“Operación Libertad Duradera”) que evolucionó hacia otra de asistencia, asesoramiento y adiestramiento de las fuerzas de seguridad afganas (“Misión Apoyo Decidido”). Pero la Alianza no tuvo nunca un protagonismo de coordinación política ni planificación militar en el conflicto afgano, sino un papel meramente ancilar de las cambiantes estrategias y tácticas norteamericanas. Sobre este decepcionante telón de fondo, se prevé especialmente complicada la elaboración de su nuevo Concepto Estratégico, cuya aprobación está prevista en la Cumbre de la Alianza el próximo año en Madrid. Urge por ende que los aliados, liderados por los EEUU, reconozcan a la Alianza como un genuino foro de debate y coordinación política y de planificación militar conjunta, y la doten de los procesos de toma de decisiones y capacidades operativas imprescindibles para afrontar con éxito los nuevos retos y amenazas a la seguridad colectiva de Occidente, basadas en las tecnologías disruptivas, loa ciberataques, las amenazas híbridas y la desinformación masiva. Todo un cambio copernicano.
Una tercera consecuencia será la necesidad de dotar de un objetivo más ambicioso e imprimir un ritmo más acelerado al desarrollo de la Europa de la defensa, a la construcción de un potente pilar europeo en el marco de la OTAN, que permita una autonomía estratégica europea para actuar y proyectar fuerza allende sus fronteras para defender sus propios intereses cuando sus aliados transatlánticos decidan no hacerlo. El inminente lanzamiento de la “Brújula estratégica” europea, con aspiraciones de ser una doctrina militar compartida que defina las amenazas y las aborde conjuntamente, debería ser un avance relevante en la búsqueda de Europa de su protagonismo geoestratégico en el nuevo orden mundial. El posicionamiento de Europa como un actor global exigirá decisión, compromiso, inversión y solidaridad.
Por lo demás, nadie sacará provecho inmediato del desastre de Afganistán. El establecimiento de un régimen radical islámico, en el que los talibanes deberán disputarse el poder entre sus diferentes familias y a la par con otras franquicias terroristas aún más extremistas, como el ISIS-K y Al-Quaeda, no generará estabilidad alguna a los países vecinos: Pakistán, India, Irán, Rusia o China. Éstos dos últimos francamente preocupados por un posible contagio radical a sus propias minorías musulmanas.
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