Pedro González
Periodista
Se muere la vieja política. Así lo demuestran las últimas elecciones regionales francesas, donde un 66% del electorado pasó de su obligación cívica de ir a votar. Que los comicios y sus ganadores tengan toda legitimidad no quita que los ciudadanos estén ya bastante hartos de la politiquería –politique politicienne, según la fórmula francesa- de los partidos, a los que culpan en su totalidad de que no les resuelvan los verdaderos problemas que les acucian.
Es una situación que favorece la aparición de hombres, o mujeres, providenciales. En una época de prisas y de cambios vertiginosos, el común de los ciudadanos tiene cada vez menos paciencia para que las cosas se desarrollen según procedimientos que juzga lentos, peligrosamente obsoletos y premiosos hasta la exasperación.
Es, pues, un momento delicado, en el que la democracia, al menos tal y como la hemos conocido, puede desarrollarse hacia formas más participativas y acordes con los tiempos, o bascular hacia personajes providenciales a los que se les perdonaría todo, incluso que ejercieran el poder de manera dictatorial o tiránica con tal de que ofrecieran a cambio soluciones, incluso meros señuelos de un futuro mejor.
Francia encontró hace ya algo más de cuatro años un personaje de estas características. Solo así cabe explicar que un hombre sin partido y sin implantación institucional territorial alguna ganara no sólo las elecciones presidenciales sino también y de manera aplastante las consiguientes legislativas. En realidad, prometió más o menos lo mismo que sus antecesores, o sea el cúmulo de reformas imprescindibles para que el país volviera a colocarse a la cabeza de una Europa en la que Alemania reina prácticamente por incomparecencia de los demás.
Uno tras otro sus predecesores, desde el centrista Giscard d´Estaing a los socialistas Mitterrand y Hollande, pasando por los neogaullistas Chirac y Sarkozy, hubieron de abandonar sus pretensiones reformadoras tan pronto como el murmullo desaprobatorio de la calle se tornó en clamor. Macron, que ha aguantado casi dos años la fortísima presión de los “chalecos amarillos”, enfila los últimos meses de su primer mandato con su programa de reformas a medio hacer, además de la desafección creciente de los ciudadanos.
Anclados siempre en el mismo bucle
La clase política francesa, como gran parte de la del resto de Europa, sigue sin embargo a lo suyo. El análisis primario de estas últimas elecciones señala al duopolio Macron-Le Pen como los grandes perdedores: aquel por no haber logrado que su partido, La República en Marcha (LREM), consiguiera más que el 7% de los sufragios del escaso 33% de franceses que se molestaron en ir a votar; ésta, porque su Reagrupamiento Nacional (RN), heredero del anatematizado Frente Nacional, siga sin gobernar siquiera una sola región francesa tras más de un cuarto de siglo intentándolo.
Con arreglo a la vieja nomenclatura, la izquierda, amalgamando al Partido Socialista (PS), al Partido Comunista (PCF), Europa Ecología Los Verdes (EELV) y la extremista Europa Insumisa (EI), alardea de haber conseguido el segundo puesto en número de sufragios, y sobre todo de mantener su poder sobre las cinco regiones que ya gobernaba.
Pero, donde ha crecido la euforia es en el campo de la derecha, donde los conservadores tradicionales, hoy agrupados en Los Republicanos (LR), parecen haber consumado la implantación de nuevos liderazgos, que aspiran a hacerle frente a Emmanuel Macron en las elecciones presidenciales del año próximo. Son: Xavier Bertrand, que estará al frente de la región más pobre del país, la norteña Altos de Francia; Laurent Wauquiez, que renueva su mandato en la muy rica Auvernia-Ródano-Alpes, y Valérie Pécresse, que presidirá la más importante, Isla de Francia, compuesta por París y su periferia.
Francia jamás ha tenido una presidenta, sólo una primera ministra, Edith Cresson, que ni siquiera llegó a los dos años en el cargo, asediada por las insidias de una clase política que nunca admitió ser dirigida por una mujer. Por supuesto, tampoco lo ha conseguido Marine Le Pen, que si bien ha conseguido ganar varias elecciones en primera vuelta, se ha encontrado en la segunda y decisiva vuelta siempre con el denominado “cordón sanitario antifascista” de todos los demás partidos.
Valérie Pécresse, la que exhibe un mayor desparpajo, afirma querer liberar a Francia de la tenaza que a su juicio representan Macron y Le Pen. Además del candidato o candidatos que presente la izquierda, entre los conservadores serán a priori multitud los que quieran desbancar a Macron del Palacio del Elíseo. Además de las aspiraciones de Bertrand, Wauquiez y Pécresse, ya empiezan a descubrir las suyas otros personajes como Michel Barnier, el exministro y exmiembro de la Comisión Europea, férreo negociador frente a los británicos por el Brexit, y el ex primer ministro y alcalde de Le Havre Édouard Philippe.
Quedan diez meses para esos comicios, pero a la hora actual ninguno de los posibles aspirantes ha presentado algo que no se parezca a la vieja política. Y los resultados de las últimas elecciones no invitan precisamente a la ilusión. Existe sin duda el peligro de que ir a votar deje de ser una fiesta de la democracia, para convertirse en un trámite engorroso que solo sirve para que la clase política justifique su sueldo y privilegios.
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