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La tentativa involucionista del 23F

Ángel Ballesteros

Instituto de Estudios Ceutíes

 

Desde que en la todavía dorada universidad de Salamanca, fui discípulo distinguido de Tierno Galván, con sus tesis sobre la conspiración, la conjura y otros aspectos de la patología política, me interesé sobre el golpe de Estado, que en un trabajo de filigrana he diferenciado, dentro del rem publicam vi mutare, de una veintena de instituciones próximas pero distintas. El golpe de estado se inicia en la intriga, se materializa a través de la confabulación, del contubernio, se vertebra, perfeccionándose, en conspiración o en conjura, y asciende a complot y origina el golpe. Se caracteriza por ser reservado por definición, elitista por naturaleza, oligárquico que se quiere aristocrático en el sentido derivado de pocos, de los menos. Y la estructura de la intriga, condición madre e inexcusablemente minoritaria, comporta el juego heterodoxo e ingrávido de validos y camarillas, en una acción contra el poder desde las posibilidades que ofrece el poder mismo por los encargados de defenderlo. Como igualmente conlleva la trama del secreto, consustancial para el éxito. Catilina fracasó en su conjura porque, como ha puntualizado Malaparte, con el mayor secreto se la anticipó a todo el mundo.

 

Tan largo introito nos faculta para centrar el 23F, el que más literatura ha producido en España, pero no por los protagonistas. Y por eso, cuando tantos piden pertinentemente la modificación de la ley de secretos oficiales “y así se sabrá con exactitud lo que ocurrió”, yerran. Antes, precisemos que es el que más literatura ha originado por estas latitudes. Más que el de Franco, donde ahí lo que hubo fue una sublevación, un “alzamiento”, para diferenciarlo en la jerga castrense de los obreros: los militares se alzan y los obreros se levantan. Y Franco capitaneó el primero tras reprimir en Asturias a los segundos. Pero no dio ningún golpe de Estado. Si se quiere podría tipificarse así a título un tanto convencional, su movimiento en dos partes íntimamente cohesionadas: su elección entre los generales, con algunos ingredientes del juego político, con su hermano Nicolás y el general monárquico Kindelán, convencido de que el Caudillo daría pronto paso al regreso de la monarquía, y la inmediata promulgación de que asumía todos los poderes del nuevo Estado. Ese sería el golpe de Estado técnicamente.

 

Es más, se impone dejar ya claro que lo que tuvo lugar en el intento de movimiento involucionista fue una tentativa de “golpe de gobierno”, en la catalogación de Pilar Urbano, ya que como es sabido un golpe de Estado implica necesariamente el cambio en la titularidad de la primera jefatura, “la sustitución anómala del jefe del Estado” en la acuñación de Finer, lo que hubiera acarreado un cambio de régimen como en la Grecia de los coroneles, por poner un ejemplo próximo a la familia real española, y eso nunca estuvo en cuestión en España.

 

Volviendo al tema de ahora, yerran los que creen que el archivo secreto encierra las claves del asunto, el sumario por supuesto incluye la mayoría de las circunstancias, aunque al parecer no todas (habrían desaparecido parte de las cintas con conversaciones grabadas) que tuvieron lugar en la fase pública, en la asonada, en el cuartelazo, en el putsch si se prefiere, “un putsch es un golpe que ha hecho kaput”, precisó Safire refiriéndose al de “la cervecería”, de Hitler, porque pudo salir adelante de no haber sido por el a la postre decisivo obstruccionismo de Tejero, pero no, claro está, de la fase palatina, de su inmediata génesis. De lo verdaderamente secreto. Del “golpe”. No de la asonada, larvada y publicitada en demasiados cenáculos desde hacía tiempo y hasta trasmitida en directo, y con cientos de testimonios de primera mano, incluso metidos debajo de los asientos.

 

Sólo tres personas saben con precisión lo que pasó. Sabino, que presenció casi todo lo relevante, pero murió sin hablar y sin dejar nada escrito. Armada, protagonista, que ya dijo lo que “desde su concepción del honor y la lealtad” podía contar. Es decir, sin aclarar quién era el jefe operativo, luego sobre la marcha pretendió jugar ese papel, sin conseguirlo. Y el rey. Juan Carlos I con frecuencia es espontáneo, franco, en sus manifestaciones, en todas, desde las privadas hasta las oficiales, como por ejemplo hasta sabemos los que tratamos, a trancas y barrancas, con nuestros contenciosos diplomáticos. Pero aquí, por lo que fuera, no ha dicho más que lo que ha dicho. Se ve que ni mi amigo Vilallonga, su biógrafo oficial, pudo o quiso seguir insistiendo. Porque, y ésta sería la clave mayor, la única, el rey estimaba oportuna, como tantas fuerzas vivas, la defenestración de un Suárez quemado y hoy esculpido en bronce en nuestra Avila. Para el monarca, en eso consistía toda la operación, más allá de su ortodoxia. “A mí dádmelo hecho”, inventaría alguien, pero es coherente. Cuando se lo dieron deshecho, impulsado también por la reina y su experiencia, alarmados ante el cariz que iban tomando los acontecimientos, burdamente urdidos y peor ejecutados, agravados con la farándula militarista del ‘tankazo’, tardó, pero desmanteló la intentona. Antes, nunca vio, sencillamente porque no existió, ningún golpe de Estado.

 

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Alberto Rubio

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