Angel Ballesteros
Instituto de Estudios Ceutíes
Me llamaron hace días de La Rioja, Argentina: Carlos Menem ya 90 años, Carlitos, recuerdas, estaba muy mal. Le envié los mejores deseos en un artículo de prensa y este 14 de febrero, murió.
Cuando tras haber impulsado la incipiente cooperación española como primer director con Africa, Asia y Oceanía, “con gran eficacia, dedicación y entusiasmo”, recorriendo países africanos, especialmente los lusófonos, mundo árabe y este europeo comenzando por Moscú, pasé como cónsul general a Córdoba, aquí hay que añadir al igual que en la Rioja, Argentina, con todo lo que eso conlleva, en agosto de 1988 había una situación inédita, que le daba atractivo profesional a aquel destino un tanto anodino. Por primera y quizá irrepetible vez, los dos candidatos a la presidencia de la nación estaban en la misma demarcación consular, en la del Noroeste, siete provincias con una extensión más grande que España, con sede en Córdoba “la docta”, donde fungía de gobernador el radical Eduardo Angeloz, un político eficaz, de corte europeo haciendo honor a su origen suizo, y favorito para los comicios frente al peronista Carlos Menem, de origen sirio, gobernador de La Rioja, una atrasada provincia del norte. “Ché, pibe, dónde se encuentra La Rioja”, bajé la ventanilla mientras mi chófer se desesperaba por aquellas carreteras polvorientas: “Está usted en La Rioja, señor” me respondió un joven muy digno.
La casa de gobierno era a juego y el austero despacho, presidido por la foto de Perón, “el general” como siempre se refería Menem a su ídolo, y el busto de Eva Duarte, ni siquiera tenía tresillo. El ya dos veces gobernador ostentaba unas grandes, llamativas patillas en homenaje a Facundo Quiroga, liquidado como tantos de aquellos aspirantes a caudillos, en la emboscada de turno. Y mi visita, por lo no demasiado habitual, le resultó grata y más al escuchar que en España, país del que me dio la impresión de no estar muy impuesto, el trigo y la carne de Perón habían ayudado en momentos difíciles. Eché un vistazo a la gente que se apiñaba en las escalinatas del edificio. “Esta es mi gente y con ella vamos a ganar”, me aseguró aquel político paciente y ceremonioso como buen descendiente de árabes, y sobre todo dotado de una especial empatía que le permitiría a lo largo de la década que gobernó Argentina, del 89 al 99, conectar con facilidad y cordialidad con sus interlocutores. Es célebre la frase de su canciller Di Tella, “relaciones carnales” con los presidentes Bush hijo y Clinton. En España, con aquella ambivalencia peronista y natural en su caso, González, socialista, Aznar, conservador, y Juan Carlos I, figuraron entre sus amistades invariables.
Yo había comenzado las visitas de presentación a los gobernadores de mi demarcación por La Rioja. No me llevó mucho tiempo concluir que Menem, con aquellos atributos singulares para el juego político, sin duda carismático, a la vista del entusiasmo que despertaba entre sus seguidores con su elemental “Síganme, no les voy a defraudar”, y dada la situación económica crítica con la administración radical, tenía más posibilidades que las que le adjudicaban los sondeos, quizá un tanto inerciales. El clima de insatisfacción popular atenazada por la hiperinflación galopante, más el lacerante recuerdo sólo seis años antes de la crisis de las Malvinas, no parecían abonar en exclusiva la opción radical y ello sin traer a colación la siempre marcada tradición peronista. Desde mi enfoque profesional, se trataba de un candidato poco conocido y menos visitado en su reducto norteño, al que sólo le faltaba relacionarse más a nivel nacional para darse a valer. En otros términos, trasladé a mi embajada en Buenos Aires, que aunque recién llegado me sentía facultado para mantener que la opinión general favorable a Angeloz podía ser matizada. Es más, viendo el encuentro desde primera fila por la cercanía a los dos candidatos, mi pronóstico semi manifestado era el contrario: ganaría Menem. Se imponía afinar en un tema cuya inmediata traducción, amén de la política, radicaba en el inmenso y rico mercado argentino, ávido de capital extranjero.
Sólo dos meses después yo acertaba en los pronósticos, la mayoría erraba los suyos y Menem se imponía por un suficiente 43 a 37. Y gobernó durante toda una década, el primero en democracia, cierto que desigual, en la que la segunda parte tuvo más sombras que luces. “A pesar de sus defectos, y yo terminé rompiendo con él, introdujo al país en el progreso y ha sido el mejor presidente en democracia”, aseveró Domingo Cavallo, canciller y luego al frente de las finanzas ejecutando la paridad “un peso, un dólar”. Conocí a Cavallo en su casa de Córdoba, y como buen economista me preguntó por los cónsules honorarios, a fin de potenciarlos para ahorrar plata en la atención a sus numerosos compatriotas desperdigados por “el mundo ancho y ajeno”. Y me dedicó un libro “por agradecimiento por su labor y especial afecto”.
Más allá de juicios de valor sobre el periodo de largo gobierno menemista, aquí, en este in memoriam Menem/España, lo que corresponde destacar es que nuestro país pasó a ser el mayor inversionista en Argentina, condición que, como también tantos han destacado, no hemos vuelto a tener.
Descansa en Paz, Carlos Saúl Menem, político hasta el final.
ps. El gobierno no me nombró embajador: la primera condición para un representante es ser grato ante el jefe del estado. Tampoco sigue sin hacerlo ahora y es mucho más importante, acreditarme, como le han pedido, para coadyuvar con Naciones Unidas a fin de contribuir a terminar con el drama saharaui.
© Todos los derechos reservados