Jorge Pérez Alonso
Abogado e investigador del Seminario Martínez Marina de Historia Constitucional
El fallecimiento de Ruth Bader Gisburn el pasado 27 de septiembre y la decisión del presidente Trump de proponer como sustituta a Amy Coney Barrett, han propiciado cataratas de titulares donde el currículum de la juez ha sido totalmente orillado para motejarla simplemente de “ultraconservadora” o “católica”. Se ha llegado a cuestionar hasta su relativa juventud (cuarenta y ocho años) para llegar a la cúspide del poder judicial estadounidense, pese a que Joseph Story, uno de los más brillantes jueces que sirvió en el Tribunal Supremo, llegó al mismo en 1812 con tan solo treinta y un años, o que William Rehnquist (el anterior chief justice) lo hizo en 1972 con cuarenta y siete, uno menos que Barrett.
Lo que muchos temen que esté en juego es nada menos que el equilibrio interno del Tribunal Supremo, que se mantenía desde finales de los años setenta y que, por vez primera en medio siglo, podría orientarse en sentido conservador. Pero lo que en realidad está en juego es toda una concepción jurídica relativa al modo de interpretar el texto constitucional y la posición del juez.
Desde el periodo de reconstrucción, existen dos concepciones acerca del rol del poder judicial. Están quienes, partidarios de un activismo judicial, defienden que el juez debe utilizar todos los instrumentos que la Constitución le otorga a la hora de defender los derechos de los ciudadanos, y que no deben vacilar en hacer uso de la principal herramienta que poseen, la judicial review (la capacidad de revisión judicial). Frente a ellos, se encuentran quienes sostienen que muchos de los conflictos judiciales encubren cuestiones de naturaleza política que deben ser resueltos a través de dichos cauces. El juez Stephen Field, durante sus treinta y cuatro años y medio en el Tribunal Supremo (1863-1897), encarnaría el activismo judicial, mientras que por el contrario, su némesis jurídica, Oliver Wendell Holmes jr., constituye el paradigma del retraimiento.
Existe otro aspecto de no menor importancia, cual es la interpretación que debe efectuarse de la Constitución. Hay quienes defienden que el texto constitucional es un documento vivo (living constitution), que ha de interpretarse conforme a la realidad social de cada momento, de manera que pueden protegerse realidades que el mismo no contempla de forma específica. Con base a este criterio, tuvo lugar en el tercer cuarto del siglo XX, sobre todo cuando el Tribunal Supremo estuvo presidido por Earl Warren, una auténtica revolución jurídica al extraerse del texto constitucional derechos formalmente no previstos en el mismo, como en los asuntos Mapp v. Ohio o el célebre Miranda v. Arizona. Incluso en 1973, ya en la época de Warren Burger, el Tribunal Supremo amplió el catálogo de derechos al incluir entre los protegidos por la Constitución el derecho a la interrupción del embarazo en el caso Roe v. Wade, pronunciamiento que desde entonces no ha cesado de estar en la cuerda floja.
Frente a lo anterior, se encuentran los partidarios de interpretar la Constitución de una forma más estricta, vinculándola a la intención de sus redactores. La propia Amy Coney Barrett, en un artículo publicado en 2017 con el título Originalism and stare decisis, lo explica de forma muy didáctica: “Los originalistas mantienen que las decisiones de generaciones anteriores, contenidas en el texto ratificado, son vinculantes hasta que este se reforme. Los contornos de esas decisiones se extraen fundamentalmente de fuentes históricas. Por ejemplo, el significado original de la Constitución puede obtenerse de fuentes como la Convención Constitucional, los debates de ratificación, los escritos federalistas y antifederalistas, las acciones de los primeros Congresos y Presidentes y las primeras sentencias de los tribunales federales”. Por tanto, el texto constitucional no es algo vivo, sino petrificado o vinculado a la intención de los constituyentes, que ha de prevalecer en tanto no sea objeto de mutación constitucional por los cauces establecidos.
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