Eduardo González
Hace casi seiscientos años, una epidemia mucho menos generalizada que la del coronavirus, pero mucho más letal con la medicina de entonces, sorprendió a un grupo de embajadores que, casualmente, se encontraba en Madrid. El resultado de aquello fue la actual Glorieta de Embajadores.
Antes del establecimiento de lo que hoy en día llamamos “capitales”, las Cortes Reales de la Europa medieval solían asentarse donde se asentaban sus reyes, y uno de ellos, Juan II de Castilla, escogió en varias ocasiones Madrid para convocar a las Cortes, organizar veladas literarias, recibir a embajadas extranjeras y, en definitiva, asentar su reales.
En 1434, Juan II se encontraba en la villa junto con su valido, Álvaro de Luna, para recibir una embajada del rey de Francia encabezada por el arzobispo y el senescal de Toulouse, Luis de Molins y mosén Juan de Monais. En el Alcázar, los embajadores fueron recibidos por veinte pajes y por un aparatoso ceremonial en el que no faltó ni siquiera un león que, según la tradición, acabaría reventando de calor a su paso por el Puente de Segovia.
En lo mejor de los fastos, y después de varios años de sequía, se desencadenó un tremendo aguacero que, según las crónicas de la época, “duró sin cesar desde el 29 de octubre de este mismo año hasta 7 de enero del año siguiente”. Como consecuencia de ello, las aguas se desbordaron, se mezclaron las potables con las fecales y, en 1435, la villa fue presa de una terrible peste.
Juan II optó por huir a Illescas, en Toledo, pero los embajadores extranjeros que casualmente se encontraban en Madrid (de Túnez, Navarra, Aragón y los ya mencionados de Francia) prefirieron aguardar a su evacuación en un campo situado en extramuros.
El embajador de Túnez lo hizo en la quinta de San Pedro, el de Aragón en la quinta (y actual calle) de Santiago el Verde y en otras fincas inmediatas (ubicadas actualmente en la calle de Huerta del Bayo y el parque del Casino de la Reina) y los de Navarra y Francia en otras fincas cercanas. Para aislarlos de la ciudad apestada, se levantó una cerca y, desde entonces, el pueblo pasó a llamar a aquel recinto Campo de Embajadores, nombre que, con sus variantes, habría de quedar para siempre.
Dos años después de la peste, se abrió una entrada a la cerca, denominada el Portillo de Embajadores, cuyo emplazamiento alberga en la actualidad la Glorieta de Embajadores, la misma en la que, en 1790, se levantó una de los centros industriales más importantes y zarzueleros de la historia de Madrid, la Fábrica de Tabacos.