Luis Ayllón
Editor de The Diplomat
La designación de Carmen Montón para hacerse cargo de la Embajada de España ante la Organización de Estados Americanos (OEA) no ha sentado nada bien a los diplomáticos de carrera. Era de esperar. La práctica de nombrar embajadores a políticos no diplomáticos, desarrollada en España por todos los Gobiernos, pero de manera muy especial por los socialistas, debería quedar limitada a casos muy específicos y justificables.
Con un funcionariado diplomático bien preparado como es el español, elegir a un político para ponerlo al frente de una representación de España, solo puede entenderse si esa persona aporta algo especial a la relación con el país o con el organismo al que es enviado. No es el caso de Carmen Montón, que si no era idónea para estar al frente de un Ministerio por hacer trampas con un máster, tampoco debería serlo para representar a España en el exterior.
Además, si Carmen Montón fuera una experta en la situación de América Latina o hubiera tenido una trayectoria política relacionada con el continente americano, tal vez hubiera menos que objetar la nombramiento. Pero no sucede así. Todo lo contrario: se trata de alguien sin ninguna conexión con la tarea que está llamada a desarrollar y con unos antecedentes que no contribuyen en nada al prestigio de España ante la OEA, un organismo en el que nuestro país tiene el estatus de observador permanente y que aspiraba a a mejorarlo. La designación de una persona de la que se sabe que fue obligada a dimitir por una actuación irregular, no es desde luego algo que vaya a ser bien recibido en la OEA.
Más allá de la designación de Carmen Montón, que resulta bastante escandalosa, hay que reclamar que la práctica de nombrar embajadores políticos no diplomáticos quede restringida a unos casos excepcionales. A nadie puede extrañarle que un presidente de Gobierno envíe a Washington, a París o a Rabat, por ejemplo, a alguien que, sin ser diplomático, reúna unas características o un currículum que haga más fluida las relaciones con Estados Unidos, con Francia o con Marruecos. Y aún así, tampoco resulta difícil encontrar entre los diplomáticos a personas más o menos próximas al partido gobernante que reúnan esas cualidades, como se ha visto en algunas ocasiones.
Los Gobiernos del PP ejercieron esa práctica de manera limitada. José María Aznar sólo tuvo dos embajadores políticos (Luis Feito y Elena Pisonero, ambos ante al OCDE) y Mariano Rajoy, tres (Pedro Morenes en Washington, Federico Trillo, en Londres; y José Ignacio Wert, en la OCDE). Los Ejecutivos socialistas resultan mucho más proclives a ese tipo de nombramientos. A lo largo de sus catorce años de Gobierno, Felipe González llegó a nombrar a una decena de embajadores que no pertenecían a la Carera Diplomática. Pero fue José Luis Rodríguez Zapatero el campeón de este ejercicio, ya que, en solo ocho años en La Moncloa, nombró a un total de 12 embajadores políticos y llegó a tener nueve al mismo tiempo.
Tiene razón los diplomáticos al pedir contención en una práctica que es habitual en países con regímenes alejados de las prácticas democráticas o en los que ya es conocido que se premian las donaciones efectuadas en campañas electorales, como es el caso de Estados Unidos. No sucede así en la mayoría de los países de la Unión Europea.
Se equivocará Pedro Sánchez si, imitando a su predecesor José Luis Rodríguez Zapatero, continua con una actitud en la que subyace la idea de que las Embajadas pueden convertirse en premios de consolación para políticos descolocados, incluso cuando esos políticos han sido puestos en evidencia por sus malas prácticas. Y cometerá un serio agravio hacia los diplomáticos que han de superar unas duras oposiciones y acumular al menos 20 años de ejercicio profesional para aspirar a ocupar una Embajada, y no precisamente con una espléndida residencia en Washington, como la que tendrá Carmen Montón.
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