Rogelio Núñez
Investigador Asociado del Real Instituto Elcano
A comienzos de la actual década el entonces presidente de Colombia, Juan Manuel Santos, se atrevió a diagnosticar que «esta puede y debe ser la década de América Latina». Casi diez años después de ser pronunciadas ha quedado en evidencia el voluntarismo que contenían aquellas palabras. Y de aquellos barros (las altas expectativas sobre un sostenido desarrollo socio-económico) a los actuales lodos (la oleada de desafección que recorre Latinoamérica). Si algo subyace en común detrás de estas disímiles, heterogéneas y diversas protestas es precisamente la frustración de expectativas. La región transita por un periodo marcado por tres fenómenos interconectados que se retroalimentan mutuamente: la crisis de la matriz productiva (menor crecimiento económico) reactiva un creciente malestar social que ha desembocado en una compleja gobernabilidad alimentada por la desafección ciudadana hacia los partidos, las instituciones y la clase política en general.
Durante la “Década Dorada” (2003-2013) la expansión económica y el consecuente mayor músculo financiero de los estados propiciaron una considerable reducción de la pobreza y la desigualdad que contribuyó a elevar a la categoría de clase media a amplios sectores sociales. Esos años de bonanza permitieron pasar a un segundo plano el persistente malestar social con respecto al mal funcionamiento de los servicios públicos, la corrupción y la inseguridad ciudadana. Pero cuando la región ha entrado en desaceleración económica (2013-2015), decrecimiento (2016-17) y estancamiento (2018-2019) han emergido todas las contradicciones, tensiones y resentimientos sociales acumulados. Un malestar que protagonizan las clases medias urbanas, sobre todo las vulnerables –que son la mayoría-; y los jóvenes, mejor formados pero con crecientes problemas para entrar al mercado laboral. Todos ellos castigados por la informalidad laboral, bajos salarios y un complejo acceso a bienes públicos de calidad (educación, salud, transporte, jubilaciones y seguridad).
El malestar social proveniente de esa frustración de expectativas en cuanto a mejora intergeneracional, miedo a no progresar socialmente (clase media consolidada) e incluso perder el status alcanzado (clase media vulnerable) ha desembocado en la actual marea de “rebeliones sociales” que pueblan la región latinoamericana y que, si bien son muy heterogéneas, contienen abundantes nexos en común. La población ha reaccionado saliendo a las calles de Santiago de Chile o Bogotá para mostrar su desafección hacia sistemas políticos poco transparentes en los que el clientelismo y la corrupción son la norma y que no canalizan las demandas sociales ni promueven el regreso a los tiempos de la bonanza económica. La protesta va dirigida contra unos sistemas de partidos disfuncionales que siguen haciendo política como en los años 80 -en pleno auge de las redes sociales- y que, lastrados por la fragmentación y una cada vez mayor polarización centrífuga, no garantizan la gobernabilidad.
Unas protestas que congregan elementos muy disímiles (la alianza contra Evo Morales entre el cruceño –“blanco”- Fernando Camacho y el indígena potosino Marco Pumari en Bolivia es todo un ejemplo), que han demostrado poseer poder de veto: han logrado paralizar el ajuste impulsado por Lenín Moreno en Ecuador, han cambiado la hoja de ruta en Colombia y Chile cuyos gobiernos han pasado ahora a priorizar una ambiciosa agenda social (Piñera y Duque) o un cambio institucional (Piñera); e incluso esos estallidos han conseguido que colapsara el régimen de Evo Morales.
América Latina está entrando en un nuevo periodo de su historia. Una época volátil, de incertidumbres y retos en la que los países latinoamericanos se ven abocados a cambiar su matriz económica para acelerar su expansión siendo más productivos y competitivos y no tan dependientes de la exportación de materias primas. Un crecimiento basado no solo en la eficiencia sino también en la equidad y medioambientalmente sostenible.
Esas tres variables formarán parte del nuevo contrato social que surja tras estos tiempos convulsos: porque sin crecimiento no hay equidad (no hay nada que repartir) y sin equidad y sostenibilidad la expansión no es posible prolongarla en el tiempo, tiene los pies de barro y acaba convirtiéndose en el germen para nuevas oleadas de protestas que dañan la viabilidad de las democracias.
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