Angel Manuel Ballesteros
Instituto de Estudios Ceutíes
No hay que ser un Metternich par concluir en la inconveniencia de las discusiones históricas en política exterior. Y ello es tan evidente que podría constituir una ley si no matemática, desde luego que sí diplomática.
La carta del presidente del añorado México, reclamando que el rey de España pida perdón por los abusos cometidos durante la conquista, forma parte consustancial del ser imperial de España, que como los grandes países que transformaron la historia, lo hicieron con los procedimientos que correspondían a la época, ciertamente habituales en la dureza de las conquistas, en las gestas de pocos contra muchos, y no atenuados en sus excesos por la falta de cultura comparativa ya que de los pueblos a descubrir, a conquistar, en América y en Africa, no constaba su existencia, y Asia tradicionalmente fue ajena al circuito conceptual europeo.
De ahí, que entrar en polémicas tiene sentido en el campo académico y serían aconsejables desde un revisionismo positivo, constructivo, pero siempre con la salvedad de los tiempos diferentes, lo que de forma enfática aunque no enteramente satisfactoria se formuló con ¨la culpa fue de los tiempos, que no de España¨. Amén de que los agravios cometidos en el siglo XVI, llevaron sobre la marcha y sin dilación a la modélica y precursora legislación correctora de la corona española, con la introducción del humanismo en el derecho de gentes, el excelso timbre de honor hispánico.
Después, de esos antecesores españoles , en parte aventureros, surgen los criollos, que se emancipan aprovechando la debilidad de la metrópoli y se muestran incapaces, tras dos centurias de independencia, de alcanzar los niveles de civilización exigibles desde la óptica occidental, mientras que en el país, entonces y ahora, más culto, la para mí entrañable Argentina, de donde procede toda mi familia directa, siguieron exterminando a los nativos, como los estadounidenses al norte.
Pero aquí se está tratando el campo diplomático, el mismo que con las dosis de heterodoxia que habría que precisar, facultó a ingleses y holandeses en primer lugar, a endosarnos la leyenda negra, ante todo en América frente al gran hecho hispánico del mestizaje, quizá el único que permite humanizar las conquistas, ignorado por los británicos et alii. Como también procedería diferenciar el origen de la inquina holandesa, basada en buena parte en los excesos de los tercios, con la de los ingleses, contra los que nos defendimos más veces que atacamos y que nos han terminado dejando en tan desigual balance, el baldón de Gibraltar.
La técnica diplomática parece clara: España no se pronuncia, por no proceder, sobre sucesos acaecidos hace cinco siglos, que asume naturalmente en lo que corresponda, pero que no valora por la insalvable diferencia de tiempos. Ya en el Quinto Centenario, inmersos en la inevitable y recurrente polémica, proliferaron desde el hiperindigernismo las diatribas, como era de prever, como ha sido previsible ahora al celebrar el quinto centenario de la llegada de Cortés al país azteca. Como lo seguirá siendo cada vez que, lícitamente, España conmemore alguna emancipación, celebre alguna gesta, rememore su glorioso y singular pasado en América (Ya se ha dicho que fue otra derrota diplomática, en este caso semimancomunada, o si se prefiere una victoria diplomática ajena, lo que condujo al ¨América, Estados Unidos de¨).
Con el bicornio puesto como San Martín o descubierto como Bolívar, en la evocación que hago en un reciente artículo de los dos grandes próceres de la independencia hispanoamericana, con ese título, cuyas magníficas estatuas ecuestres están de esa manera (para ser absolutamente preciso, el caraqueño ni siquiera tiene bicornio) en el madrileño parque del Oeste, que contemplo casi a diario porque vivo cerca.
Por consiguiente y a pesar o justamente por su simpleza, por su limpieza sin artificios, ni exégesis rebuscadas ni facticias, por su naturalidad, por su pertinencia, en definitiva, ya es tiempo de que, para la mayor gloria de Hispanoamérica, que es lo verdaderamente trascendente, Madrid instaure esa praxis procedimental como invariable, sistemática respuesta, y la eleve a doctrina internacional.
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