Melitón Cardona
Ex embajador de España en Dinamarca
No es fácil concebir un Estado moderno sin unas Fuerzas Armadas eficaces, sin una diplomacia efectiva y sin una administración de justicia imparcial. Nuestra democracia aparente o pseudodemocracia (esa «Scheindemokratie» que describió Max Weber) ha acometido la reforma de las tres instituciones con éxito dispar.
La de la Administración de Justicia logró convertirla en coto de manipulación de la clase política hasta el punto que puede afirmarse que la separación de poderes, fundamento de un auténtico Estado de derecho, no existe en España. Jueces «progresistas» o «conservadores» no sólo no se ruborizan de sus respectivas etiquetas sino que las tienen a gala y se muestran dispuestos a renunciar a su neutralidad para poner su poder al servicio de sus patrones ideológicos. Campan así por sus respetos la inseguridad jurídica, la arbitrariedad y el revanchismo, lo que se traduce en indefensión de las personas físicas y jurídicas sujetas a su arbitrio. La sumisión de los encargados de llevar a cabo una de las funciones básicas del Estado de derecho a las conveniencias de los políticos dice mucho de su degradación moral porque, sin su sumisión o con su honesto repudio, nunca se hubiera llegado a este estado de cosas.
Por el contrario, la reforma de nuestras Fuerzas Armadas, al haberse basado en los principios constitucionales de mérito y capacidad, ha sido todo un éxito. Primo de Rivera se atrevió, en los años veinte del siglo pasado, a desmantelar un tabú según el cual los oficiales del cuerpo de artillería sólo podían ascender por rigurosa antigüedad. Hoy disponemos de almirantes que no han cumplido los sesenta años pero que han demostrado sobradamente el cumplimiento de los principios que consagra el artículo 103 de nuestra Constitución. La seriedad y el rigor prevalecen.
[hr style=»single»]
«España carece de un Servicio Exterior del Estado digno de ese nombre»
[hr style=»single»]
Por lo que respecta a nuestra diplomacia, debo advertir que, al haber sido encargado de una reforma (fallida) del Servicio Exterior, mis opiniones son discutibles, pero creo sinceramente que, con excepción de la judicatura, pocos cuerpos han sufrido en democracia más degradación que el diplomático. Secretarios de tercera clase han sido designados embajadores y embajadores de trayectoria acreditada han sido relegados a puestos subordinados por motivos espurios que nada tienen que ver con los principios de mérito y capacidad antes mencionados. En las Fuerzas Armadas, ello equivaldría a que alféreces ocuparan plaza de general de ejército o, a la inversa, a que se ofreciera sin rubor a generales de ejército puestos de alférez.
Este tipo de despropósitos no pasa desapercibido en nuestro entorno y contribuye a conformar, entre otros muchísimos factores, el nivel de nuestra credibilidad. España carece de un Servicio Exterior digno de ese nombre. La Administración exterior del Estado está formada por taifas minúsculas y soberanas en las que cada ministerio va a su aire (pude constatarlo al tratar de diseñar una que pudiera servir con objetividad los intereses generales de la Nación: no hubo manera).
El nivel de idiomas de los paniaguados que las detentan es de vergüenza ajena y el principio de unidad de acción en el exterior, una quimera. Para colmo, pseudoembajadas autonómicas contribuyen con tesón a la ceremonia de la confusión. Este estado de cosas es incompatible con las exigencias que impone la globalización y es reflejo del de un Estado sujeto hoy, como en tantas otras ocasiones históricas, a un nivel de desgobierno atroz.
23/11/2017. © Todos los derechos reservados