Foto y texto: Antonio Colmenar.
En pleno Pirineo aragonés se encuentra el espectacular espacio del monasterio viejo de San Juan de la Peña, una joya de la época medieval. Las edificaciones conservadas, tan sólo una parte de las que existieron, son excelentes testimonios de las sucesivas formas artísticas en las diversas épocas en que este singular centro tuvo vida.
Situado a los pies del Camino de Santiago Aragonés, San Juan de la Peña es uno de los monumentos peninsulares que más visitantes atrae tanto por su interés histórico-artístico, como por la inigualable belleza de su emplazamiento y de sus paisajes circundantes.
Los orígenes de San Juan de la Peña se remontan a un episodio milagroso acaecido en el siglo VIII en el que el joven Voto, tras caer por un acantilado persiguiendo un ciervo, fue a dar a una cueva en la que yacía el cuerpo sin vida del eremita Juan de Atarés.
Más allá de esta leyenda, el paraje en el que se sitúa este monasterio parece más que propicio para que, durante los primeros siglos de Reconquista, constituyese un escenario idóneo para el retiro de eremitas y anacoretas, germen del primer monacato medieval.
Abandonado probablemente durante los últimos años del siglo X, es durante el siglo XI cuando, bajo el reinado de Sancho el Mayor de Navarra, el monasterio es de nuevo revitalizado con la introducción de la regla benedictina, siendo también ampliado en sus equipamientos.
Sin embargo, uno de los momentos claves en el devenir histórico de este lugar es 1071, fecha en que el monarca aragonés Sancho Ramírez, además de ampliar el monasterio con la construcción de un segundo nivel, introduce por primera vez en la Península Ibérica el rito romano en perjuicio de la liturgia hispano visigoda hasta entonces imperante. De este modo, el monasterio se convirtió durante todo el siglo XII en una de las plazas de referencia para la monarquía aragonesa, desempeñando incluso la función de panteón real.