Luis Torras
Economista y consultor, miembro del Instituto Mises Barcelona
La filosofía orwelliana del lenguaje acumula de un tiempo a esta parte muchas victorias póstumas. A medida que el debate político se ha deslizado hacia el terreno de la posverdad-o la prementira según se mire-, las ventas del autor inglés, que siempre habían gozado de buena salud, han ido en aumento mientras sus lúcidos ensayos se reeditaban. El viejo Ministerio de la Verdad descrito por George Orwell en 1984, hoy metamorfoseado en aviesas tramas de subvenciones que casan peligrosamente lo público con lo mediático, no da abasto. A falta de argumentos, a falta de que los hechos den o quiten razones, líderes de todo tipo, de aquí y de allá, han hecho suya la máxima de que quien controla el lenguaje lo domina todo. De esta forma, el debate no es sobre quién influye en la política económica, sino quién controla los Medios (públicos y privados).
Si a ello sumamos el fenómeno de las Redes Sociales –canal también dominado por unos pocos–, y la debilidad moral e intelectual (falta de criterio propio) de buena parte del personal, se alumbra un escenario extremadamente fértil para la proliferación de bulos, mentiras y “hechos alternativos” (“fake news”) que de facto imposibilitan un debate público en condiciones, al estar las diferentes partes en universos paralelos.
Las fuerzas populistas que recorren Occidente de arriba abajo buscan la toma del poder a toda costa: no importa el coste institucional, los daños sobre el tejido social o la convivencia. El fin justifica los medios, inclusive (claro está) la mentira como dicta el manual del buen revolucionario leninista. Los problemas reales, los de verdad, no tienen épica ni sentimientos y difícilmente llenan una sala de conferencias. El bulo al por mayor resulta imprescindible para inventar enemigos y conflictos, gigantes de paja, con los que luego poder movilizar a las masas. La realidad es siempre más mundana, evidente y mucho menos épica. La mentira, además, solo cuela al hombre masa, al rebaño. De ahí estas constantes apelaciones panfletarias –que Orwell hoy denunciaría con toda su energía– al “pueblo” o “la gente”. ¿Quién diablos es la gente?
Nadie apela a la inteligencia individual del votante, que piense, que vote en coherencia y consciencia con su moral, porque entonces somos, sorpresa, mucho menos proclives a comulgar con ruedas de molino. Hagan la prueba. En marzo de 1944, Orwell se quejaba con acierto de este lenguaje panfletario en un artículo en el Tribune, texto plenamente vigente y recogido en el libroEl Poder y la Palabra. 10 ensayos sobre lenguaje, política y verdad (Debate, 2017) editado (revindicado) por Miguel Aguilar y con un magnífico prólogo de Miquel Berga.
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El debate no es sobre quién influye en la política económica, sino quién controla los Medios (públicos y privados)
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En estos ensayos, Orwell desenmascara con su sencillez habitual muchos de los mecanismos de manipulación del lenguaje con el objetivo de falsear la historia o tergiversar los hechos por parte de los poderes públicos, con independencia de su color o ideología, y cómo este proceso conduce ineluctablemente a la tiranía. Unas advertencias plenamente vigentes como balsámica también resulta su valentía y decencia a la hora de escribir.
El cronista inglés nunca dejó que el dogma o el siempre conveniente consenso determinasen sus textos, sino que mantuvo siempre una contumaz perseverancia para con la realidad de los hechos, la materia prima con la que construyó su hoy perenne obra. Ello le requirió de gran coraje –recientemente se le ha comparado con Churchill–, y le llevó a traicionar muchas de sus posiciones iniciales (véase Homenaje a Cataluña), para así poder seguir siendo fiel a su yo más íntimo. Se le podrá acusar de haber sido algo ingenuo en algunos momentos de su vida, pero nunca de haber sido una persona rebaño, este arquetipo tan cómodo hoy en día para determinados medios y partidos. Esta gran valentía le llevo a enfrentarse incluso con los de su propia bancada ideológica.
La vigencia de Orwell es especialmente intensa en Barcelona, ciudad íntimamente ligada a la biografía del autor y su obra, y en donde por primera vez dio cuenta, a finales de los años 30, de cómo la verdad factual estaba en retroceso. Es durante su estancia en Catalunya como miliciano republicano cuando Orwell empezará a reflexionar sobre los mecanismos por los que las sociedades humanas nos deslizamos peligrosamente hacia sistemas totalitarios; reflexiones que cristalizarán con las dos novelas que le darán fama mundial: Rebelión en la granja (1945) y la ya citada 1984 (1949).
En la primera, Orwell realiza una feroz crítica al estalinismo, uno de sus grandes ejes ideológicos como explica bien Hitchens (los otros dos fueron el antifascismo y el antiimperialismo), demostrando una gran inteligencia tocquevilliana en su mejor tradición conservadora, señalando las aviesas dinámicas que genera cualquier proceso revolucionario. Orwell entendió perfectamente el vínculo entre lenguaje y pensamiento y cómo, manipulando lo primero, uno podía controlar lo segundo, y por eso siempre mostrará un sano escepticismo hayekiano ante la invención, siempre política (desde arriba), de nuevas palabras que solo puede conducir a limitar y controlar el pensamiento.
En la segunda (1984), hoy convertida en novela universal y plenamente vigente, el autor inglés desarrollará su tesis de que mentira y totalitarismo son dos caras de la misma moneda, dos batallas de una misma guerra por la libertad. En ambas novelas, también en sus ensayos, Orwell utilizará un lenguaje diáfano, sencillo, limpio, desprovisto de circunloquios y adornos tan habituales hoy en este tipo de periodismo que, a falta de ideas claras que defender, suple su falta de fondo con formas recargadas, llenas de subordinadas, metáforas imposibles y siempre en un estilo marcadamente impersonal.
Es este estilo sencillo, directo, y permanentemente pegado a los hechos, lo que hoy mantiene fresca y vital su completa obra. Orwell no se arruga ante la complejidad de los hechos y la ambigüedad de la condición humana, siempre rugosa, nunca euclídea, y que casa mal con el dogma, la consigna política y el lenguaje panfletario tan propio entonces como ahora. Orwell rechazará cualquier impostura y fue consciente de los límites epistemológicos de cualquier observador, siendo muy escéptico hacia cualquier “narración histórica” (algo que ha puesto de nuevo en valor Nassim Taleb). Todos estos elementos dotarán de una gran solvencia intelectual a su obra y explican el gran interés y vigencia de la obra del buen cronista inglés.
25/10/2017. Este artículo ha sido publicado originalmente en Red Floridablanca