Melitón Cardona
Embajador de España (retirado)
La soberanía es cúspide y remate de un edificio complicado; consiste, esencialmente, en no reconocer ni tener superior alguno (“superiorem non recognoscere nec habere”). Su concepto surgió en el Occidente cristiano medieval mediante la aplicación a los poderes humanos de atributos antes únicamente reservados a Dios. San Pablo resaltó su carácter negativo y teológico al afirmar que “No hay poder sino de Dios”: el medioevo fue el interminable escenario de una pugna que cristalizó tras mucho tiempo en la coletilla “Dei gratiae”; Iglesia e Imperio tenían entonces una ambición de universalidad que chocaba frontalmente con una constelación de burgos, territorios y señoríos ansiosos de autonomía.
Es soberano el poder que, en concurrencia con otros, solicita y obtiene la obediencia preferente del substrato social común a todos los poderes concurrentes y, gracias a la obediencia así obtenida, se impone a sus previos contrincantes, los subordina y mediante la organización unifica la acción de la totalidad social.
No hay soberanía sin concurrencia, sin obediencia libremente prestada, sin substrato social común, sin subordinación y sin una organización susceptible de unificar la acción social global. Hay poderes dominantes que no son soberanos por mucho que no reconozcan otro superior. Es, por tanto, erróneo confundir soberanía con dominación. Los sutiles mecanismos del “método de la soberanía” fueron los que posibilitaron el surgimiento del Estado moderno, ese edificio complejo que mencionaba al principio de este artículo. Para poder alumbrarlo fue preciso aquilatar al máximo a lo largo de siglos el mecanismo y aplicar su modo específico de constituir un poder supremo terrenal incontestable a imagen y semejanza del divino.
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«Puigdemont no entiende el ladino mecanismo de la soberanía y piensa que una simple rebeldía hará factible su proyecto»
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Un ciudadano español que sin duda no está muy versado en ciencia política ha tratado de solicitar la obediencia preferente del substrato social propio y no del común, sin percatarse de que esa solicitud está condenada al fracaso. El señor Puigdemont no entiende el ladino mecanismo de la soberanía y piensa que una simple rebeldía o la mera tenacidad de su voluntarismo acabarán por hacer factible su proyecto. Yerra, porque confunde dominación con soberanía, lo jurídico con lo ajurídico y está condenado a conducir a su comunidad autónoma a un callejón sin otra salida que la suya propia. Tiene suerte de que gobernantes indignos de los que abundan en este país, tan indoctos y retorcidos como él mismo, le hayan posibilitado embarcarse en una epopeya bufa cuya horizonte penal le resultará excesivamente benévolo; en otros lares ya estaría disfrutando de las comodidades que ofrecen los modernos establecimientos penitenciarios.
Al final, y tras el patético espectáculo del pasado primero de octubre, por no hablar de la declaración de independencia aplazada, esa chusca independentia interrumpta, sólo le quedará organizar, más pronto que tarde, una no menos patética retirada. El tiempo lo dirá.
16/10/2017. © Todos los derechos reservados