Alfonso Cuenca
Letrado de las Cortes Generales
La victoria de Donald Trump en las elecciones celebradas el pasado 8 de noviembre ha suscitado todo tipo de reacciones, pasándose de la inicial sorpresa al temor ante la posibilidad de que el próximo Presidente de Estados Unidos lleve a cabo algunas de las medidas más estridentes anunciadas durante la campaña.
Frente a lo que se ha publicado, especialmente por los medios del Viejo Continente, el presunto populismo encarnado por Trump enlaza con una corriente de honda tradición en la historia política norteamericana. Así, de capital importancia en la misma fue el denominado “progresismo”, que dominara la vida política estadounidense entre finales del siglo XIX y el primer tercio del XX y que contenía elementos de índole populista en tanto denunciaba el alejamiento del ciudadano por parte de los círculos de poder políticos y económicos. Lo interesante del caso es que dicho movimiento, que reunía a sectores muy variados, terminó por impregnar la agenda de los dos grandes partidos, dando lugar a la adopción de importantes reformas, entre las que cabe citar la introducción de las primarias, la elección popular de los senadores o la del sufragio femenino.
Por otra parte, como elemento tranquilizador frente a los vaticinios apocalípticos escuchados en estos días, hay que recordar que no es infrecuente que candidatos inicialmente revolucionarios hayan atemperado en buen grado su discurso una vez ocupada la Avenida de Pennsylvania. Tales han sido los casos de Presidentes como Jackson, Nixon, Reagan o el mismo Obama. A ello no es ajena la propia configuración de la campaña norteamericana, ejercicio despiadado de competición (la cucaña más alta del mundo) en donde prácticamente todo vale para llegar a la meta.
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«No es infrecuente que candidatos inicialmente revolucionarios hayan atemperado en buen grado su discurso»
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Con todo, el factor más relevante es sin duda el sabio sistema de checks and balances diseñado por los constituyentes de 1787. Aun cuando el 45º presidente de la Unión quisiera llevar adelante sus propuestas más discutidas, existen importantes frenos y contrapesos que darían al traste con buena parte de esa agenda, realidad que impone, en último término, una negociación constante (bargaining) entre los diferentes poderes. Dejando al margen la importante limitación y garantía que supone la existencia de una más que prestigiosa Corte Suprema, y la importante restricción que implica el poder de los Estados en un sistema federal, el principal contrapeso lo constituye el Congreso.
El hecho de que las dos Cámaras aparezcan dominadas por el Partido Republicano no es ninguna garantía de que se acaten las instrucciones procedentes de la Casa Blanca. La propia configuración del sistema de partidos y de la labor de los parlamentarios estadounidenses así lo abona, a lo que se une el dato de que el Partido Republicano dista de ser un bloque homogéneo en la actualidad.
A ello debe añadirse el hecho de que la minoría demócrata siempre tendrá una importante capacidad de bloqueo, especialmente en el Senado, en donde los republicanos no han obtenido la cifra mágica de 60 escaños que evite el célebre filibusterismo, auténtica piedra de toque del sistema político estadounidense que obliga a que las medidas de cierta trascendencia deban contar necesariamente con el acuerdo bipartidista.
Los “padres fundadores” tuvieron muy presente la figura del Rey Jorge (III), a quien se achacaba la principal responsabilidad en los agravios recibidos por las colonias, siendo así que su espectro sobrevoló el diseño del nuevo sistema. Un sistema que se diseñó para ser más fuerte que los hombres. Cuando el próximo 20 de enero Trump jure su cargo en las escaleras del Capitolio esa verdad, concretada día a día desde hace más 200 años, habrá empezado de nuevo a revelarse.
Este artículo es un extracto del original publicado en Faes