Texto y foto: Eduardo González
En los tiempos en que los arzobispos compostelanos se marcaron, y consiguieron, el propósito de convertir a Santiago en “una joya románica dentro de un cofre barroco”, el maestro Domingo de Andrade (1639-1712), una figura fundamental en la transición del clasicismo al barroco en Galicia, no se contentó con pasar a la historia con la Torre del Reloj de la Catedral y quiso alcanzar el infinito y más allá retando a la mismísima ley de la gravedad.
La fotografía muestra la extraordinaria triple escalera abacial del convento de Santo Domingo de Bonaval, que se yergue en el claustro de este edificio de finales del siglo XVII y principios del XVIII que, desde hace cuarenta años, alberga el Museo do Pobo Galego y, desde finales del XIX y por iniciativa de la diáspora gallega en Cuba, el Panteón de Galegos Ilustres.
La escalera es un verdadero prodigio geométrico de la arquitectura de tradición palladiana y una solución realmente ingeniosa para aprovechar el único hueco disponible. Las tres rampas helicoidales son absolutamente independientes entre sí y concluyen a diferentes alturas, desde las que se accede a los pisos del convento (o del museo, para ser más exactos), salvo en el caso de una de ellas, que conduce al mirador. Los peldaños, de una sola pieza, están empotrados al muro y se sujetan únicamente en un nervio exterior con forma de espiral logarítmica.
El resultado de toda esta maravilla barroca es, en definitiva, una deliberada sensación de gracilidad e irrealidad enriquecida por el contraste de los materiales y por la búsqueda de la perspectiva.