Miguel A. Vecino
Historiador / Committee of History of International Relations
La crisis de las Naciones Unidas y sus organizaciones especializadas dura desde hace tanto tiempo que ya forma parte del panorama internacional. Esta crisis se agravó al desmoronarse el escenario de la Guerra Fría. Las dificultades se incrementaron con los problemas surgidos con la lenta y caótica trasformación del antiguo orden mundial.
El futuro orden obedece a nuevas características y la ONU como toda creación humana responde a unos condicionamientos propios de la época en la que surgió. Pasada esta, o bien se adapta a las nuevas circunstancias o bien desaparece. Hay una tercera opción que, en base al evolucionismo cultural, Edward .B Tylor denominó “survivals”, de los cuales la ONU sería uno de ellos.
Parece haber acuerdo generalizado sobre la necesidad de reformar a fondo las Naciones Unidas y sus organismos internacionales. Pero no cómo hacerlo. Esa reforma debería enfrentarse a los tres grupos que componen la crisis: a) la representatividad, b) la legitimidad y c) la situación financiera.
La reflexión sobre la reforma debe tener como finalidad preparar una ONU para el siglo XXI que recoja las trasformaciones del escenario internacional. Ahora bien, hoy por hoy no está en absoluto diseñado ese nuevo escenario: ni los actores ni su rol en ese escenario. Pero es evidente que muchos Estados cuestionan la primacía de ciertos miembros, justificada por un mundo post-bélico que ya no existe y esos Estados, a su vez, no renuncian a esa supremacía y se niegan a admitir la igualdad o incluso la superioridad de actores internacionales surgidos los últimos decenios.
Esa superioridad se materializa en el derecho de veto, cuyo cambio consideran esencial los que pretender reformar a fondo las Naciones Unidas y cuyo mantenimiento consideran esencial los que lo poseen. Así, hace un par de años el entonces ministro de Asuntos Exteriores francés M. L. Fabius dijo en la Universidad de Utrecht que “ninguno de los Estados que poseen el derecho de veto, renunciará a él”.
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La deuda de la ONU se enraíza en la contratación, el reparto de cuotas y el descontrol del gasto
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Esta contundente declaración dejaba claro el problema esencial de la reforma, porque los que son grandes por el derecho de veto, no renunciarán nunca a él y los que pretenden llegar a tenerlo son cuestionados por otro dentro de sus mismas regiones que cuestionan su derecho a serlo: ¿Por qué él y no yo? Esta confusión mantiene el statu quo.
El otro gran desafío, este contabilizable, es la crisis financiera. La deuda de la ONU se enraíza en el sistema de contratación, el reparto de cuotas y el descontrol del gasto. El sistema de contratación está calcado del estadounidense y es lo contrario a la transparencia y el ahorro, creando un clientelismo pagado por la Organización. Junto a ello, si se observa el sistema de cuotas salta a la vista que Estados riquísimos pagan igual o menos que otros cuyo PIB es la mitad o incluso un tercio. A la vez, los que menos pagan son los que votan a favor de mayor gasto, y dado que hay más votos de pobres que de ricos, el resultado es evidente.
La simple lógica de la contabilidad impone el cambio en el reparto de cuotas, pero cuando se quiere que los unos paguen más y los otros menos, aquellos exigen cambios de reparto de poder y representación inasumibles por algunos Estados.
En cuanto a los organismos internacionales con sede en Ginebra, la deuda que todos (excepto la OMPI), arrastran comienza por un traslado masivo a otras ciudades del mundo. Las autoridades ginebrinas dificultan arreglos que podrían aliviar (aunque no remediar) la deuda de estas organizaciones y dados los excesivos e injustificados costes de mantenimiento en Ginebra, se debería continuar trasladando servicios como ya han hecho UNHCR a Budapest o la OMM a Manila. Ello ayudaría enormemente a mejorar las finanzas.