Antonio Torres del Moral
Catedrático de Derecho Constitucional de la UNED
La Constitución española regula la investidura del Presidente del Gobierno como una de las funciones del Rey en el artículo 62.d: “proponer el candidato a Presidente del Gobierno y, en su caso, nombrarlo…”; y en el artículo 99, que dispone el procedimiento para ello.
Según la opinión mayoritaria, ésta es la única función arbitral del Rey porque dispone de cierta discrecionalidad para interpretar los resultados de las elecciones generales, al menos cuando son equilibrados, a la hora de proponer el candidato idóneo.
Esta opinión, sin embargo, debe ser matizada en función del artículo 1.3, que adjetiva la monarquía española como parlamentaria, y del mentado artículo 99, que prescribe la consulta regia con los líderes de los grupos políticos con presencia parlamentaria, la dirección de la operación por el Presidente del Congreso de los Diputados y su ultimación en esta misma Cámara.
Hasta el pasado 20 de diciembre las elecciones generales arrojaron siempre la victoria más o menos nítida de un partido. Cuando concluyeron con mayoría absoluta de una formación política, su líder fue considerado candidato único a la Presidencia del Gobierno y las consultas regias no pasaron de ser un cierto formalismo.
Y cuando sólo hubo mayoría relativa, se adoptó la práctica de reconocer al partido vencedor la prioridad a la hora de negociar la candidatura de su líder. Ahora bien, si los resultados electorales son más igualados y caben diversas soluciones, el trámite se convierte en una dura negociación a varias bandas, con intereses muy diferentes y con programas de gobierno no siempre compatibles, pero que es preciso ahormar para obtener una votación favorable en el Congreso.
Esto es sencillamente lo que ocurre ahora. Situación delicada sin duda porque la primera investidura fallida pone en marcha la cuenta atrás que puede llevar a la convocatoria de nuevas elecciones.
Pero aparte del interés que con toda seguridad el Rey tiene en una solución positiva y conveniente para la nación, y dando por supuesto que no adoptará una posición pasiva de mera recepción de datos e impresiones de los representantes políticos con los que ha de celebrar consultas, lo cierto es que su intervención no comporta el ejercicio de un poder propiamente dicho, puesto que no puede desatender el juego parlamentario de las fuerzas políticas. El Rey (parlamentario) reina pero no gobierna, dicen los ingleses, esto es, anima, advierte, es consultado y aconseja. Lo que lo lleva a actuar siempre sobre seguro y a no hacer propuesta alguna que no esté consensuada por las fuerzas políticas, que son, a fin de cuentas, las que se disputan el Gobierno.
Aun así, la actual composición del Congreso es tan compleja que no parece fácil formar la mayoría necesaria, ya que no absoluta para la primera votación, sí al menos relativa para una segunda dos días después. En los ambientes políticos se presagia unas largas negociaciones y probables nuevas elecciones.
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«Es preciso que las fuerzas políticas sellen un acuerdo para la presentación de una candidatura perdedora»
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Sin embargo, para esto último, como hemos anticipado, es preciso que hayan transcurrido dos meses desde que el Rey propusiera una candidatura y ésta fuera derrotada. ¿Qué candidato puede proponer el Rey si, por una parte, ha de actuar siempre sobre seguro, y, de otra, los periodos de Gobierno en funciones no deben ser prolongados?
No busquemos la respuesta en el Ordenamiento. Hay que arbitrarla. A mi juicio, llegada la situación a ese punto y para que no se paralice la maquinaria estatal, es preciso que las fuerzas políticas sellen un acuerdo para la presentación de una candidatura perdedora únicamente a los efectos de la celebración en el Congreso de una sesión de investidura meramente instrumental y de resultado adverso previamente pactado. Sí, pero ¿qué candidatura?
Como previsiblemente a ningún candidato le guste encarnar el rol perdedor, es prudente adoptar una convención constitucional que lo asigne al Presidente del Gobierno en funciones, sea o no el candidato efectivo de su partido. Esta es, ciertamente, una solución excepcional, pero preferible al bloqueo institucional por no disponer de ninguna.