Un lacayo engancha al tiro de la berlina a uno de los caballos./ Fotos: A. R.
Alberto Rubio. Madrid.
La ceremonia de presentación de Cartas Credenciales al Rey de España, como la que tendrá lugar mañana, se remonta a tiempos de Felipe III, aunque su formato actual tiene origen en la época de Carlos III y muchos de sus componentes, fundamentalmente las carrozas, son de los reinados de Isabel II y Alfonso XII. ¿Qué hay detrás de lo que se ve?
Aún no ha despuntado el sol, pero el patio que da a los Jardines de Sabatini ya está en ebullición. Un imponente caballo KWPN (Koninklijk Warmbloed Paard Nederland) de raza holandesa sale de la cuadra a paso sosegado. Es el primero de los doce que se unen al tiro de las dos carrozas que trasladarán a los nuevos embajadores hasta el Palacio de Oriente.
Estas enormes monturas –su altura oscila entre 1,76 y 1,84-, se enganchan de seis en seis, a cada carruaje, de acuerdo al protocolo que corresponde al rango de embajador. Así se forman dos séquitos. Uno de ellos lucirá distintivo azul y el otro, rojo. Los dos colores de la Casa Real.
Para estas ceremonias, cuenta Carlos Jerónimo, encargado de las Caballerizas, se utilizan seis berlinas cupé de dos plazas, cuyo interior está revestido de seda y bordado en oro, aunque hay carruajes todavía más antiguos en el museo de Patrimonio Nacional. Dos de ellas fueron compradas en 1845 por Francisco de Asis, esposo de la reina Isabel II. Otra data de 1860 y tres más fueron construidas en 1875 por el carrocero austríaco Joseph Ehrler por encargo del Rey Alfonso XII.
Desde un principio, la misión de estas carrozas ha sido transportar al Palacio Real -atravesando la Plaza Mayor y bajando hasta el Patio de la Armería por la calle Mayor- a los embajadores que presentan Cartas Credenciales, aunque ocasionalmente se han utilizado en otros actos oficiales.
Cada berlina la conduce un cochero, con el postillón montado sobre el primer caballo a la izquierda y asistido por dos palafraneros y dos lacayos. Todos con trajes de época de Carlos III, con guarniciones originales del siglo XIX a las que se cambia el cuero desgastado. “Eso sí, hechos a mano y a medida ahora por personal de Patrimonio Nacional”, apostilla Carlos Jerónimo.
Mientras los carruajes se aprestan, al otro lado del patio varios soldados revisan a los caballos de pura raza española que montan los coraceros y lanceros de la Guardia Real. Una vez comprueban que todo está en orden, les pintan los cascos con betún negro, aseguran las sillas y les dan un último cepillado.
Más allá, se alinean en perfecto orden corazas, sables y cascos sobre varias mesas. Cada guardia irá escogiendo el suyo: con llorón de pluma blanca de cisne, para coraceros; los de crin de búfalo, gris, para lanceros; y los de llorón rojo, para la banda montada.
Con todo listo, los séquitos comienzan a salir a la Plaza de Oriente, en medio de la curiosidad de un número cada vez mayor de visitantes, transportados en el tiempo a una de las más arraigadas tradiciones de la monarquía española.
Cuando el embajador correspondiente es recibido en la escalinata de Palacio por el capitán de la Guardia de Alabarderos, sólo le queda llegar al Salón del Nuncio y presentar sus credenciales al Rey. Termina ahí el trabajo de más de 300 personas que han hecho posible una ceremonia tan singular como viva en pleno siglo XXI.
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