Foto y texto: Antonio Colmenar.
En varios puntos de la ciudad catalana de Tarragona se puede leer una inscripción en latín de Plinio el Viejo: “Tarraco Scipionum opus” (Tarraco fue obra de los Escipiones). Se refiere al momento fundacional de la ciudad en el año 218 a.C, cuando Roma desembarca en Hispania de la mano del general Cornelio Escipión para combatir a los cartaginenses de Ánibal en lo que se llamaron las guerras púnicas.
Esta ciudad llegó a tener la dignidad imperial cuando en los años 26-25 a.C fue lugar de residencia del emperador Augusto en sus batallas contra astures y leoneses. De aquel esplendor han quedado los restos arqueológicos más importantes de la Península junto a Mérida y Segovia.
Aparte de su excepcional muralla (de 3,5 kilómetros de piedra), Tarraco recibió un fuerte impulso urbanístico, cuya principal muestra son el teatro y el foro ubicados a los pies del mar. Durante el siglo II d.C la ciudad llegó a su máximo esplendor al convertirse en la capital de la Hispania Citerior. Gracias a ello se debe la construcción del último de sus grandes edificios de entretenimiento: el anfiteatro.
El Museo Arqueológico Nacional, ubicado en la actual Tarragona, da fe de este pasado romano. Entre sus estancias se puede conocer cómo era la vida por aquel entonces e, incluso, adentrarse en el proceso de elaboración de los bellos mosaicos.